Juan Antonio de Riaño
En Guanajuato, dada la crucial importancia que tuvo, se instalaron cuatro Cabezas de Águila, una de ellas en
“El guanajuatense D. Lucas Alamán en su Historia de Méjico la describe de esta manera: “…es un cuadrilongo cuyo costado mayor mide ochenta varas de longitud. En el exterior no tiene más adorno que las ventanas practicadas en lo alto de cada troje, lo que le da un aire de castillo o casa fuerte, y lo corona un cornisamiento dórico en que se hayan mezclados, con buen efecto, los dos colores verdoso y rojizo de las dos clases de piedra de las hermosas canteras de Guanajuato. En el interior hay un pórtico de dos altos en el espacioso patio: el inferior, con columnas y ornato toscazo y el superior dórico con balaustres de piedra en los intercolumnios. Dos magníficas escaleras comunican el piso alto con el bajo, y en uno y otro dispuestas trojes independientes unas de otras, techadas con buenas y sólidas bóvedas de piedra. Tiene este edificio al oriente una puerta adornada con dos columnas y entablamento toscazo que le da entrada por la cuesta de Mendizábal; teniendo a la derecha al subir, el convento de Belén y a la izquierda la hacienda de beneficio de Dolores situada en la confluente de los dos ríos. Al sur y oriente de la alhóndiga corre una calle estrecha que la separa de la hacienda de Dolores…” con las últimas disposiciones de Riaño la defensa de Guanajuato quedaba pues reducida a la defensa de la alhóndiga. Don Carlos María de Bustamante describe aquel estado de cosas de la siguiente manera:
“El intendente hizo tapar por dentro con cal y canto una de las puertas del edificio y en cuanto a municiones de guerra se aprestó con cuantas pudo e inventó un género de bombas con los frascos de hierro en que viene envasado el azogue… se abasteció el fuerte de algunas cosas que faltaban y en él se recogieron los más de los caudales de los europeos quienes creyéndose seguros metieron cuanto pudieron de dinero, barras de plata, alhajas preciosas, mercaderías, las más finas de sus tiendas, baúles de ropa, alhajas de oro, plata, diamantes y cuanto tenían de más valor en sus casas. Más de treinta salas de bóveda que tiene en su interior aquel suntuoso edificio quedaron tan llenas que casi no se podían entrar en ellas por la multitud de cosas que allí se guardaban; no bajaría de cinco millones el valor de cuanto allí se depositó. Lo del rey sería como medio millón en plata y oro acuñado y sin acuñar y setecientos quintales de azogue en caldo. Otras piezas del fuerte se veían llenas de todo genero de víveres, los que con la provisión de aguas del aljibe, mucho maíz y veinticinco molenderas que también se introdujeron fincaban las más lisonjeras esperanzas de mantener por muchos días aquel fuerte, sin reflexionar que se hallaba circundado de alturas indefensas… ¡tal era la ignorancia de la fortificación de que estaban poseídos los que entonces nos dominaban!” “un sin fin de mulas subían al trote la calle y entraban al patio de granaditas. Jamás se habían visto más mulas o mulas más atareadas ni muleros más silenciosos… valía la pena ver aquellas mulas y aquel correr y trotar y cargar y descargar y llevar cosas al reciente saqueo de granaditas: talegas con plata y oro, talegas con centenares de miles de pesos; el dinero extraído por los impuestos y los monopolios, todos los tesoros acumulados por las iglesias en sus arcas; todas las redomas de mercurio; todas las joyas. ¡Qué espectáculo, todo aquello pulcramente acumulado en Granaditas”! (hasta aquí la escritora austriaca Vicki Baum).
¡El asalto y toma de granaditas fue algo terriblemente espantoso! A la una de la tarde se apoderaron los insurgentes de Guanajuato y tomando los presos de la cárcel y de las Recogidas, se encaminaron a la toma del famoso castillo, el Palacio del Maíz. Los curiosos, que desde hacía muchas horas estaban en las lomas que rodean la alhóndiga esperando tranquilamente como se espera en el tendido una corrida de toros, apenas llegaron los insurgentes uniéronse a ellos y descargaron sobre los defensores de granaditas tal lluvia de piedras como no se había visto igual. El fuego de los situados no era menos infernal y como era certero y dirigido sobre grandes masas de gente hizo tantos destrozos que las trincheras estaban llenas de muertos. Vio Riaño que un centinela de la puerta había abandonado su fusil y el fue personalmente a reemplazarlo saliendo para ello del castillo. Uno de los insurgentes, un cabo del regimiento de Celaya, se dio cuenta del brío de aquel soldado y disparó en contra de él con tal acierto que de aquel disparo falleció en intendente a los pocos momentos. Arrastrando metieron el cadáver al castillo y tras él cerraron la pesada puerta que chirrío lúgubremente.
“Cuando se dieron cuenta por fin que el comandante de Granaditas había muerto victima del primer disparo hecho en la lucha estallaron tan turbulentos ruidos, hubo gritos y carreras tan carentes de objeto, un desconcierto tan absoluto, una tan horrible confusión, un tal pandemonio, que todos los deberes y necesidades de las defensa fueron olvidados. Los sitiados reclamaron a gritos a un médico… pero entonces resultó que no se había pensado en traer a un médico., reclamaron a gritos a un sacerdote y cinco sacerdotes acudieron corriendo demasiado tarde para salvar el alma que se había ido. Reclamaron a gritos a alguien con autoridad, pidieron que las responsabilidades del difunto fueran asumidas por el que le siguiera en jerarquía pero tampoco se habían tomado disposición alguna para esta eventualidad. En el patio resonaban las pisadas de los soldados que corrían en todas direcciones, preguntas incrédulas, repuestas histéricas, el portón abierto de par en par, los oficiales abandonaron sus puestos…! (El ángel sin cabeza)
Dícese que el comandante Berrzábal llegase a donde estaba el cadáver y se arrodilló ante el en plegaria silenciosa; que llamado el hijo del muerto, el teniente Riaño, de las defensas exteriores, tomó el cadáver de su padre y llevándolo por todo el patio lo depositó al fondo de un sencillo altar bajo una tosca cruz. Cerró el único ojo de su padre, la bala le había destrozado el otro, y luego perplejo, no hallando que hacer, abrazose de él según cuenta Bustamante y despechado tomó una pistola para matarse. Impidieronlo al punto lo que lo acompañaban y le ofrecieron ponerlo en el lugar más peligroso para vengar la sangre de su padre.
Los muertos caían a granel en las filas de los insurgentes, muchas veces habían llegado en sus embestidas hasta la puerta de Granaditas y otras tantas veces habían sucumbido. La sangre corría sin exageración alguna por la empinada calle de Mendizábal a la manera en que corría el agua en los días de lluvia torrencial. En aquel instante aparece en escena Pípia, el humilde barretero de mellado, Juan José Martínez. Tomó en una de sus manos una gran loza para defenderse de la lluvia de balas y con la otra tomo unos ocotes encendidos. Llegó a la puerta de granaditas y en las secas astillas del portón colocó la llama. Entre tanto las granadas del joven Riaño seguían haciendo estragos y las balas españolas seguían matando. Centenares de cadáveres llenaban las calles…
Una gruesa nube de humo negro y espeso envolvió poco después la alhóndiga. Las vigas empezaron a crujir, la puerta quedó hecha cenizas y nadie pudo contener aquel río humano desbordado, que ebrio de sangre y con el odio reconcentrado de tres siglos, penetró en granaditas a las tres y media de la tarde. Tenía la fuerza avasalladora del mar en noche de tempestad que a su paso todo lo destroza y todo lo aniquila. Aquello era verdaderamente un fragmento del infierno y solo Dante podía describirlo…”vi arrebatar del altar el cadáver de Riaño y despedazar su bello uniforme bordado de oro vi que se disputaban con tesón sus jirones. Y vi que se arrojaban mutuamente el desnudo cuerpo y que escupían sobre el y lo pisoteaban y lo mutilaban con los cuchillos. Y vi que le ataban juntas las manos y los pies y lo colgaban de una estaca como un cerdo sacrificado y lo llevaban de allí a otro lado entonando una canción de triunfo… los vi forzar los depósitos puerta tras puerta y tomar de allí, en salvaje confusión, la riqueza de la provincia, de las iglesias, del gobierno, de los despreciados amos. Los vi enloquecer con el oro y la plata, los cálices enjoyados, las casullas, las custodias de las iglesias, los collares de la querida de alguien, las joyas y los brocados. Vi arrancar las ropas y uniformes a los muertos y matar a los heridos para robarlos. Los vi finalmente volverse en contra el otro y disputarse el botín”. Y matarse mutuamente los vencedores y con ello aumentar la cantidad asombrosamente salvaje de muertos. Nunca se había visto carnicería más espantosa. El castillo era un charco de sangre y vísceras humanas, asqueroso, hediondo, horripilante…
Fuentes:
Todo el texto ha sido tomado del libro: El Bajío de José Zavala Paz. Editorial Frumentum. México 1955
Las fotografías fueron tomadas del libro: Historia de
El recién llegado a
Nota:
La referencia que hace al libro El ángel sin cabeza de Viki Baum fue un clásico publicado en 1949 aproximadamente. No es un libro de historia, sino una novela recreada en un hecho histórico conocido por la austriaca cuando vino a residir a Guanajuato. Por la fuerza de su descripción está incluida en esta Cabeza de Águila.