domingo, 26 de noviembre de 2017

Una visión de Miguel Hidalgo de la pluma de Riva Palacio

  Una de las cosas que creo es la gran aportación del Bicentenario, en los montones de publicaciones que hubo en ese 2010, fue la desentronización de los héroes de la Independencia, el que hayan sido bajados de los pedestales de mármol y transformadas sus estatuas de bronce en personas de grandes méritos, sí, pero de carne y hueso, personas con sentimientos “normales”, regulares; personas que trascendieron su momento y su espacio y que los mantenemos en el colectivo nacional. Personas, insisto, de carne y hueso. Todo esto lo digo porque hace poco encontré justo aquella idea más que dorada, propia del romanticismo decimonónico que describe justo un Miguel Hidalgo de bronce, entronizado en su peana de mármol:

 ¿Quién era Hidalgo? ¿de dónde venía? ¿en dónde había nacido? ¿qué hizo hasta el año de 1810? ¿Qué nos importa? Quédese el estéril trabajo de averiguar todos esos pormenores al historiador ó al biógrafo que pretendan enlazar la vida de un héroe con ese vulgar tejido de las cosas comunes. Hidalgo es una ráfaga de luz en nuestra historia, y la luz no tiene más origen que Dios. El rayo, antes de estallar, es nada; pero de esa nada brotó también el mundo. Hidalgo no tiene más que esta descripción: Hidalgo era HIDALGO.

  Nació para el mundo y para la historia la noche del 15 de Septiembre de 1810. Pero en esa noche nació también un pueblo: El hombre y el pueblo fueron gemelos: no más que el hombre debía dar su sangre para conservar la vida del pueblo. Y entonces el pueblo no preguntó al anciano sacerdote: ¿Quién eres? ¿de dónde vienes? ¿cuál es tu raza?

—«Sigúeme»—gritó Hidalgo.
—«Guía»—contestó el pueblo.

  El porvenir era negro como las sombras de la noche en un abismo. Encendióse la antorcha, y su rojiza luz reflejó sobre un mar de bayonetas, y sobre ese mar de bayonetas flotaban el pendón de España y el estandarte del Santo Oficio. Del otro lado estaba la libertad. El hombre anciano y el pueblo niño no vacilaron. Para atravesar aquel océano de peligros, al pueblo le bastaba tener fe y constancia; tarde ó temprano su triunfo era seguro. El hombre necesitaba ser un héroe, casi un dios, su sacrificio era inevitable. Sólo podía iniciar el pensamiento. En aquella empresa, la esperanza sólo era una temeridad. Acometerla era el sublime suicidio del patriota.

  El hombre que tal hizo merece tener altares —los griegos le hubieran colocado entre las constelaciones-. Por eso entre nosotros Hidalgo simboliza la gloria y la virtud. La virtud ciñó su frente con la corona de plata de la vejez. La gloria le rodeó con su aureola de oro. Entonces la eternidad le recibió en sus brazos.

  Hay proyectos inmensos, que por más que el hombre los madure al fuego de la meditación, siempre brotan informes. Porque una inteligencia, una voluntad, un sólo corazón, no pueden desarrollar ese pensamiento. Porque el iniciador arroja nada más el germen que debe fecundarse y brotar y florecer en el cerebro y en el corazón de un pueblo entero. Porque aquel germen debe convertirse en un árbol gigantesco que necesita para vivir de la savia que sólo una nación entera puede darle. Estas son las revoluciones. Germen que se desprende, con la palabra, de la inteligencia del escogido.

  Árbol que cubre con sus ramas á cien generaciones, cuyas raíces están en el pasado, cuya fronda crece siempre con el porvenir. México había olvidado ya, que en un tiempo había sido nación independiente; los hijos oían á sus padres hablar del rey de España, como rey de los padres de sus padres. El hábito de la obediencia era perfecto. Dios había ungido á los reyes; ellos representaban al Altísimo sobre la tierra; el derecho divino era la base de diamante del trono; para llegar á las puertas del cielo era preciso llevar el título de lealtad en el vasallaje; los reyes no eran hombres, eran el eslabón entre Dios y los pueblos; atentar contra los reyes, era atentar contra Dios, por eso la. Majestad era sagrada La obediencia era, pues, una parte de la religión.

  Pero la religión no se circunscribía entonces al consejo y á la amenaza; no eran las penas de la vida futura ni los goces del cielo el premio ó el castigo del pecador, no; entonces la Iglesia dejaba que Dios juzgase y castigase más allá de la tumba, pero ella tenía sobre la tierra sus tribunales. El Santo Oficio velaba por la religión, y la obediencia al rey era parte de la religión. Leyes, costumbres, religión, todo estaba en favor de los reyes. ¿Cómo romper de un sólo golpe aquella muralla de acero?

  La historia de la Independencia de México puede representarse con tres grandes figuras. Hidalgo, el héroe del arrojo y del Valor. Morelos, el genio militar y político. Guerrero, el modelo de la constancia y la abnegación. Quizá ningún hombre haya acometido una empresa más grande con menos elementos que Hidalgo. ¡Ser el primero! ¡ser el primero y en una empresa de tanta magnitud y de tanto peligro! Cuando un hombre se reconcentra en sí mismo, y cuando medita en todo lo que quiere decir «ser el primero,» entonces es cuando comprende la suma de valor y de abnegación que han necesitado poseer los grandes «iniciadores» de las grandes ideas.

  Entonces, al sentir ese desconsolante calosfrío del pavor, que nace, no más, ante la idea del peligro, entonces puede calcularse cuál sería este peligro, entonces se mide la grandeza del espíritu de los héroes. Colón al pretender la unión de un nuevo mundo á la corona de España, tenía la fe de la ciencia y el apoyo de dos monarcas.

  Hidalgo al querer la libertad de México, no contaba más que con la fe del patriotismo. Colón buscó la gloria, Hidalgo el patíbulo; el uno fió su ventura á las encrespadas ondas de un mar desconocido; el otro se entregó á merced del proceloso mar, de un pueblo para él también desconocido. Hidalgo comprendió que la religión fulminaría los rayos del anatema contra su empresa; que el rey lanzaría sobre él sus batallones; que los ricos y los nobles se unirían en su contra; que los plebeyos, espantados, escandalizados, ignorantes, huirían de él; que el confesonario se tornaría en oficina de policía; que el clero y la inquisición no dormirían un solo instante; que la calumnia tronaría contra él en las tribunas, en los púlpitos y en las cátedras; todo lo comprendió, y sin embargo, en un rincón de Guanajuato, en el pueblo de Dolores proclamó la independencia.

  Dolores es, en la geografía, una pequeña ciudad del Estado de Guanajuato. Dolores, en la historia, es la cuna de un pueblo. El pedernal de donde brotó la chispa que debía encender la hoguera. La roca herida por la vara del justo, de donde nació el torrente que ahogó á la tiranía. Al pisar por la primera vez un mexicano aquella tierra de santos recuerdos para la patria, siente latir con más violencia su corazón. Al llegar frente á la modesta casa que ocupaba el patriarca de la independencia; al penetrar en aquellas habitaciones; al encontrarse en la estancia, que en solitarios paseos midió tantas veces el respetable anciano, se siente casi la, necesidad de arrodillarse. Instintivamente los hombres se descubren allí con veneración, y alzan el rostro como buscando el cielo, y las miradas se fijan en aquel techo, en cuyas humildes vigas tuvo mil veces clavados sus ojos el virtuoso sacerdote, mientras la idea de la esclavitud de su patria calcinaba su cerebro.

  ¡Cuántos días de congoja! ¡cuántas noches de insomnio! ¡cuántas horas de tribulación! Aquellos muros guardaron el secreto del héroe, ahogaron los suspiros del hombre, se estremecieron con el grito del caudillo. Aquella pobre casa, tan pequeña, podía con tener en su recinto todo el ejército de Hidalgo en la noche del 15 de Septiembre de 1810. Y sin embargo, con sólo eso se iba á derribar un trono, á libertar un pueblo, á fundar una nación.

  Hernán Cortés fue un gran capitán, porque con un puñado de valientes conquistó el imperio de Moctezuma. Hidalgo, con un puñado también de valientes, proclamó la libertad de ese mismo imperio, por eso fue un héroe. La superstición y la superioridad de las armas aseguraron el triunfo de Cortés. El fanatismo y la superioridad de las armas anunciaron la derrota de Hidalgo. Pero uno y otro triunfaron; Cortés plantó el pendón de Carlos V en el palacio de Moctezuma. Hidalgo murió en la lucha, pero sus soldados arrancaron ese pendón, y México fue libre.

  Hidalgo pasó como un meteoro, y se hundió en la tumba, pero el fulgor que esparció en su rápida carrera, no se extinguió.—Unas cuantas fechas bastan para recordar esa historia cuyos pormenores viven en la memoria de todos. Hidalgo proclamó la independencia el 15 de Septiembre, el '28 del mismo mes entró vencedor en Guanajuato. Triunfó en las Cruces el 29 de Octubre, y en Aculco el 7 de Noviembre. 

  El 30 de Julio ele 1811 moría en Chihuahua en un patíbulo. Para hablar de Hidalgo, para escribir su biografía, sería preciso escribir la historia de la independencia. Débiles para tamaña carga, apenas podemos dedicarle un pequeño homenaje de admiración y gratitud, y creeríamos ofender su memoria, si para honrarle quisiéramos recordar, si fue buen rector de un colegio ó si introdujo el cultivo de la morera. 

  Hidalgo es grande porque concibió un gran proyecto, porque acometió una empresa gigantesca, porque luchó contra el fanatismo religioso qué apoyaba el supuesto derecho del rey de España, contra los hábitos coloniales arraigados con el transcurso de tres siglos contra el poder de la metrópoli que podía poner millares de hombres sobre las armas. Hidalgo es héroe porque comprendió que su empresa se realizaría, pero que él no vería nunca la tierra de promisión.
  
  Hidalgo será siempre en nuestra historia una de las más hermosas figuras, y á medida que el tiempo nos vaya separando más y más de él, se irá destacando más luminosa sobre el cielo de nuestra patria, y para nosotros llegará un día en que su nombre sea una religión.

Vicente Riva Palacio.


Fuente:

Riva Palacio, Vicente. El libro rojo. Tomo II. A. Pola Editor. México, 1905. pp.52-60

sábado, 18 de noviembre de 2017

Garduño: Un sansón insurgente.

   Encuentro un personaje más, de esos no tan conocidos que, de algún modo o de otro, participaron en la Guerra de Independencia en el bando Insurgente, de él sólo aparece su apellido, Garduño, pero no su nombre de pila. El apellido es abundante por el rumbo de El Oro y Temascalcingo, razón por la que no es de extrañarse que su participación haya sido con uno de los Rayón en las inmediaciones de Tlalpuhajua, lugar de residencia de los mencionados personajes, veamos:

 “El muy erudito escritor limeño, don Manuel de Menidburo, en sus Apuntes Históricos publicados por el señor don Ricardo Palma en 1902, refiere que por “una cédula del emperador Carlos V, consta que el conquistador Alonso Díaz hacía escupir las entrañas al indio a quien estrechaba entre sus brazos, y que cuando se le cansaba el caballo lo echaba sobre sus hombros sin despojarlo de arneses. En esa cédula le prohibía el monarca dar abrazos”.

  Muy atrás dejó sus prodigiosas fuerzas al conquistador del Perú, un célebre insurgente, apellidado Garduño, que militó bajo las órdenes de los Rayón durante nuestra guerra de independencia. Amotinados los indios contra el recaudador de tributos en Cuitareo –cuenta un escritor- quiso aplacarlos Garduño, pero se fueron hacia él a pedradas y con una de éstas le tiraron el caballo que montaba. A pie y espada en mano continuó la brega, pero como con otra piedra le desarmaron; acosado por todas partes, no tuvo más recurso que agarrar indios por las piernas y azotarlos contra los otros, hasta matar a muchos y lograr que huyeran todos.

  Por el rumbo del Tlalpujahua, en un sitio llamado Rincón de Zenguio, propusieronse los realista del Regimiento de Tres Villas desmontar a los insurgentes un cañoncito de a cuatro que llevaban y al verlo caer, la infantería intentó apoderarse de la pieza. El general don Ignacio López Rayón, para evitar que tal cosa sucediese, ordenó una tremenda carga de caballería. En las filas de éstas venía Garduño, y cargada como estaba la pieza, hizo que se le echaran al hombro derecho; la alzó en el aire con las dos manos, y con entusiasmo bélico, ordenó: préndale el estopín. En el mismo instante del disparo, aventó la pieza, sacó el cuerpo y el metrallazo hizo huir a los realistas; valiendo a Garduño tan grande hazaña que lo hicieran Alférez, pero quedó medio sordo desde entonces, del oído derecho, como se verá adelante.

  En la hacienda de Tepetongo, a las mulas cerreras que cogía de las patas, las tendía en el suelo como si fueran mansos borreguitos, y las sacaba después jalándolas para fuera de los corrales en que estaban. En otra ocasión, hallábase en un barbecho “mirando reverar sus yuntas”, y como se le acercara un charro, que deseaba conocerle, y le preguntara por dónde quedaba el rancho del señor Garduño, pues le habían contado que tenía muchas fuerzas, le contestó que para que no fuera a perder el tiempo, se lo diría con precisión. Tomó, al efecto, “la punta del timón de un arado, lo apoyó en el antebrazo y codo y alzándolo hasta una altura considerable, le dijo con mucha calma: “en dónde está apuntando el cabo de la mancera, queda el rancho de Garduño, no tontee; y volvió a bajar el arado tranquilamente”.

  Otra vez, en el pueblo de Ixtlahuaca, se hallaba a caballo. A la sazón vino un sirviente que era un ranchero de gran estatura y muy fornido, a llevarle un recado de su amo. Como se ha dicho, Garduño era medio sordo, y no oyendo bien lo que le decía le tomó y alzó por los cabellos. El pobre hombre, adolorido, se agarró con las dos manos de la mano que lo levantaba; más Garduño impasible, se lo acercó al oído derecho y le hizo repetir el recado a gritos, 3 o 4 veces, fingiendo que no lo oía; y le dirigió éstas o parecidas palabras, por vía de contestación:

-“Le dices a tu amo que está muy bien, y no me vuelvas a hablar del lado sordo. ¡Bruto!”


“por el estilo de estos caso –concluye el testigo ocular de los maravillosos portentos de Garduño- hizo otros muchísimos…” como el detener un coche, tomándolo por el eje; subirse por un cable llevándose alzado al caballo que montaba con solo apretar las piernas, cargarse un macho en el pescuezo como si fuera borrego; “montar un toro y dejarlo sofocado; tomar un burro de las dos patas y después de dar con él 2 o 3 vueltas al aire, arrojarlo a 6 u 8 varas; quebrar un pestillo de un puñete, y, en fin, mil cosas asombrosas”.

 ¿No es verdad que el Sansón insurgente deja muy atrás al Hércules conquistador, el de la Cédula de Carlos V?

Fuente:

González Obregón, Luis. Croniquillas de la Nueva España. Botas & Alonso Editores. México. 2005, pp. 179-181