martes, 24 de abril de 2018

Algo ocurrido en la Hacienda de la Tlachiquera antes del paso de Mina

   Hace poco vimos en este espacio la relatoria que hace Giacomo Constantino Beltrami de lo ocurrido por el rumbo de León, Guanajuato, cuando Francisco Javier Mina revolucionaba en la zona. Por mera casualidad encuentro en el Archivo Histórico del Estado de Guanajuato un documento que relato algo ocurrido en la Hacienda de la Tlachiquera algunos años antes del paso de Mina, creo que ahí encontraremos varias menciones interesantes que nos dejarán ver lo que era el día a día cuando la región se encontraba inmersa en la incertidumbre que causaban los continuos asaltos de uno y otro bando cuando la larga guerra por la independencia iba apenas a la mitad de su desarrollo:

  Guanajuato, abril 6 de 1814. Este día, por ante mi y en el Registro de Instrumentos Públicos de mi cargo, Doña María Josefa Gorráez, viuda del Regidor Don Francisco María de Herrera, en consorcio de sus legítimos hijos, Da. Manuela y Dn. Manuel de Herrera y Gorráez, celebraron escritura de obligación en favor de la Hacienda Pública, por la cantidad de 23,000 pesos, resto de los 25,000 en que fueron condenados por el Señor Comandante General de Armas de ésta Provincia con el Coronel Agustín de Iturbide, su otro hijo, Don José Mariano Herrera y Gorráez, en consorcio de Don José Domingo Estrada y Don Miguel Borja, que por el crimen que cometieron de infidencia y hacer monedas falsas, obligándose los celebrantes del citado instrumento a que mientras no hagan redención de los citados 23,000 pesos, han de verificarse el rédito anual del cinco por ciento conforme a la Ley Real y nueva reducción de censos. Y para seguro de uno y otro, hipotecaron especial y expresamente sin que la obligación general de bienes derogue ni perjudique a la especial, ni por el contrario ésta o aquella, la Hacienda de labor y campo nombrada La Tlachiquera, con todas sus tierras, labores, simientes, pastos, aguajes, fábricas y demás de que se compone, sin sus reservas alguna, ubicada en la Jurisdicción de la villa de San Felipe, habida legítimamente por herencia de su marido y padre de los celebrantes, Don Francisco María de Herrera, como todo más por menos consta en la citada escritura a que en lo necesario me remito. Y para que conste pongo ese registro. De ello doy fe. 

José Ignacio Rocha.


Fuente:

AHEG. Libro de Becerro No. 9, 1814-1815, f.6v.-7v.



viernes, 13 de abril de 2018

El Acta de la villa de Salamanca: El rechazo a la Constitución de Apatzingán

   Fue en Apatzingán que se emitió la Constitución de 1814, oficialmente nombrado como Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana y en algún momento se hizo jurar por los ayuntamientos de distintas poblaciones, entre ellas la villa de Salamanca y al no haber sido el Ayuntamiento precisamente, sino un grupo de rebeldes, en una sesión de cabildo se anula tal juramento tachado de inmoral y más calificativos que veremos a continuación:

  En la villa de Salamanca a dos de agosto de 1815: el muy ilustre cabildo, justicia y regimiento, compuesto de los Sres. Presidente Teniente Coronel D. Manuel de Yruela Zamora, comandante militar y político de ella y su jurisdicción, Regidores D. Vicente Martínez de Parra, Alcalde Ordinario de segundo voto en turno, alguacil mayor D. José Tomás Machuca y D. Plácido Soldevilla, con asistencia de D. José Bernardo Barriga, procurador general provisionalmente nombrado por ausencia del propietario, estando juntos y congregados en la sala capitular de sus acuerdos, presente asimismo el señor cura párroco de éste partido, Dr. D. José María Cenón, y los vecinos principales así eclesiásticos como militares y seglares para dar cumplimiento al superior bando publicado en la Corte de México a 24 de mayo del corriente año, se hizo a todos presente, y siendo exhortados a que manifestasen sus sentir sobre la insolente y execrable constitución firmada por once rebeldes, que aseguran ser depositarios de la voluntad general de las provincias de este reino, dijeron: que no han dado jamás sus poderes ni directa ni indirectamente a los pérfidos, obstinados rebeldes, cuya temeraria y muy atrevida constitución, no menos que sus infames, escandalosos, sacrílegos papeles, contrarios en un todo a las sagradas protestas que intentan osadamente destruir, han visto con horror y con la más justa indignación, admirando los criminales excesos a que se han llegado los pérfidos desnaturalizados rebeldes, que han sido y serán por todos los siglos el objeto de execración y del horror aun de las más incultas generaciones. y no pudiendo reprimir los leales sentimientos de su alma, explicaron con el mayor entusiasmo y con las más sensibles demostraciones su constante fidelidad a nuestro augusto y muy amado soberano el Sr. D. Fernando VII (Q.D.G) en cuya defensa protestaron derramar hasta la última gota de su sangre, con la cual hicieran lavar el negro horror que han echado los siempre detestables traidores sobre esta América Septentrional, ejemplar purísimo de fidelidad con el dilatado espacio de casi trescientos años. Últimamente dijeron que todo cuanto han expuesto lo aseguran bajo la sagrada religión del juramento. En cuyo testimonio lo firmaron conmigo considerando que los individuos que actualmente hay en este muy ilustre ayuntamiento y el citado señor cura párroco con su clero, haciendo lo que yo por mi y nombre de la oficialidad y vecinos de esta villa, actuando por receptoría con dos testigos de asistencia aceptados y jurados en forma a falta de escribano público o real que no lo hay en los términos prevenidos por decreto. De todo doy fe.

Manuel de Yruela Zamora, Vicente Martínez de Parra, José Tomás Machuca, Plácido Soldevilla, José Bernardo Barriga, Dr. José María Cenón, Br. Ignacio Muñoz Ahumada, Br. Francisco Pablo Castañeda. Lic. Manuel Procopio Alvis. De asistencia: José María Alvarado y José Vicente Texeda.

Fuente:

Gaceta del Gobierno de México. Sábado 13 de enero de 1816, Tomo VII, No. 848, pp. 46-47

martes, 10 de abril de 2018

La situación de México en vísperas del inicio de la Guerra de Independencia

   El maestro Silvio Zavala nos hace ver con claridad en apenas pocas cuartillas, cual era el estado que guardaba la Nueva España poco antes de comenzar el movimiento de insurrección, al ver la parte económica, industrial y comercial, no podemos más que sorprendernos, razón por la cual comparto el texto. Aclaro que las imágenes corresponden a otra fuente, la de Lorenzo Zavala, también yucateco, quizá sean parientes.

   El clero poseía en Nueva España fuertes capitales impuestos sobre propiedades rústicas. No era acreedor exigente: asegurado el dinero mediante hipotecas, aguardaba pacientemente el hundimiento total del propietario o su restablecimiento económico. La iglesia se había convertido, de este modo, en la fuente principal del crédito agrícola. El Estado español se encontraba en grave situación hacendaria y calculó que podría obtener del capital eclesiástico americano 44 millones de pesos. El decreto de 26 de diciembre de 1804 ordenó el establecimiento de cajas de consolidación y la venta de las fincas de crédito vencido. Los valores se depreciaron y surgieron protestas de los labradores y comerciantes de Valladolid en Michoacán y del tribunal de minería. El virrey Iturrigaray ejecuto la ley y sus sucesores la suspendieron por decreto de 26 de octubre de 1808. 

   La agricultura mexicana producía azúcar en ingenios trabajados en mayoría por hombres libres, a diferencia de la economía esclavista de las Antillas. En 1803 la explotación fue de 500 mil arrobas. La cochinilla constituía otro cultivo afortunado: por el puerto de Veracruz se enviaba anualmente a Europa cerca de 50 mil arrobas, que valían más de tres millones de pesos. Los cereales, raíces nutritivas y el maguey, eran otros ramos atendidos. Con el trigo y el maíz la producción anual, de acuerdo a los promedios de los diezmos, ascendía a 22 o 24 millones de pesos. Según veremos más después, la porción exportada no era el factor principal de la balanza comercial. El régimen español no había distribuido las tierras convenientemente; en la revolución de independencia y en las subsecuentes de México los campesinos participaron con entusiasmo.

   En la minería descansaba la capacidad de compra de la Nueva España y era la fuente principal de los impuestos. Producía anualmente 23 millones de pesos. La circulación del numerario en la Colonia se calculaba en 55 millones. De Almadén y de Idrija se importaban hasta 16 mil quintales de azogue para beneficiar la plata. Las guerras de la metrópoli entorpecían el abastecimiento de este ingrediente y desequilibraban la producción minera. El reparto del azogue constituía un medio de enriquecimiento y de favoritismo para los virreyes. La famosa mina de la Valenciana en Guanajuato empleaba tres mil obreros. En treinta mil se calculaban los trabajadores mineros de todo el país, dos tercios por ciento de la población total; la zona de Guanajuato, foco principal de la revolución de Hidalgo, producía diariamente 11 370 quintales de plata y empleaba 14 618 mulas. Debe tenerse en cuenta que la Colonia importaba mercancías de Europa por valor de veinte millones de pesos y solo exportaba productos por valor de seis; el déficit de 14 millones y los que anualmente se enviaban fuera de la colonia, según veremos detalladamente al hablar de la hacienda pública, se compensaban con la producción metálica. Esta fundaba el convencimiento europeo acerca de la riqueza de México.

  La industria era de menor importancia. En Querétaro funcionaban veinte obrajes y trescientos telares, que consumían 46 000 arrobas de lana y producían 6 000 piezas de paño, valuadas en 600 000 pesos. En la misma ciudad se empleaban 200 000 libras de algodón. A juicio de un observador inteligente de la época, el atraso de los telares mexicanos dependía de la falta de máquinas sencillas para despepitar el algodón y del lamentable estado de los operarios, encerrados en “unas inmundas cárceles tan contrarias a la saludo, como a la perfección del tejido y de los colores”. En Puebla había 1 200 tejedores; los productos valían cerca de millón y medio de pesos. En la Intendencia de Guadalajara se fabricaban telas de algodón y lana por una cantidad semejante. Los géneros eran bastos. El rendimiento total de la industria mexicana se calculaba en siete u ocho millones de pesos.

 Los artículos de exportación comercial se reducían a: plata, oro, grana, añil, harina, cueros, azúcar y vainilla; los de importación a: vino, papel, canela, azafrán, hierro, acero y ropas. Los efectos introducidos de España valían 11 539 219 pesos y del extranjero 8 851 640. En 1802 llegaron a Veracruz 558 buques. El comercio de Acapulco, principal puerto del Pacífico, se elevaba a millón y medio de pesos. El sistema comercial del monopolio se hallaba debilitado por las concesiones legales de los Borbones y por el contrabando. De acuerdo con la Real orden de 18 de noviembre de 1797, que autorizó la introducción de efectos de propiedad española bajo pabellón neutral, frecuentaron Veracruz muchos barcos procedentes de Jamaica. Durante el gobierno de Iturrigaray se negociaron permisos para comerciar con Nueva Orleáns. Él, a su vez, introdujo fraudulentamente 170 bultos de mercancías, que le produjeron 119 125 pesos y al fisco un desfalco de 9 530 pesos.

  La libertad de comercio fue defendida por los diputados criollos en las Cortes españolas. Larrazábal decía: “Hasta ahora, señor, hemos vivido los españoles de ultramar en la opresión de no poder comerciar libre y directamente no con nuestros hermanos de Manila ni con los extranjeros… Deben, pues, abolirse todas estas leyes injustas para ultramar, útiles solamente para cuatro particulares.” Inglaterra no era ajena a la política contraria a las restricciones comerciales; Wellesley había ofrecido al gobierno español un empréstito a cambio del comercio libro con ultramar; en junio de 1818 España proponía a las potencias europeas la libertad de comercio si la ayudaban a pacificar América. El 22 de abril de 1811, en la esfera de las concesiones de carácter limitado, obtuvieron los ingleses el derecho de conducir a las colonias sus géneros finos de algodón, durante seis meses, que fueron prorrogados en enero de 1812, septiembre del mismo año y julio del siguiente.

   El valor de la recaudación de la Hacienda pública de México era de 20 075 261 pesos: 5 500 000 procedían de impuestos mineros, 3 500 000 del tabaco, 700 000 de la pólvora, 120 000 de naipes, 760 000 del pulque, 260 000 del estanco de la nieve, 45 000 de gallos, 3 000 000 de alcabalas, 1 057 715 de tributos personales de indos y castas, 500 000 de almojarifazgo, 2 700 000 de bulas, 100 000 de media anata y mesada eclesiástica. La recaudación era muy costosa. Los gastos importantes consistían en: situados ultramarinos para otras colonias de economía insuficiente 3 011 664, cobres para fundiciones de España 124 000, más 50 000 para la fábrica de artillería de Gimena, 50 000 para el encargado de negocios de la Corte en las Provincias Unidas, 4 090 688 destinados a gastos de justicia, administración, milicia y pensiones de Nueva España, 1 752 750 para necesidades extraordinarias y 6 899 830 para Europa.

  Los principales cargos de la magistratura civil eran ocupados por españoles; sólo en algunos ayuntamientos existía predominio criollo. La conducta poco honrada de los últimos virreyes rebajó la consideración del público. Entre el alto y el bajo clero la división era honda: en la guerra civil los sacerdotes humildes adoptaron el partido de la independencia y los prelados y la inquisición defendieron la causa española.

  El ejército se componía de 9 910 hombres de línea; la oficialidad había sido educada en las normas hispanas, especialmente a partir del año 1765, en que Carlos III envió 2 000 individuos de tropa, cuadros de jefes y oficiales, cinco mariscales y un teniente general. Las milicias provinciales ascendían a 21 218 unidades y las urbanas a 1 059. Del total de 32 196 hombres, eran infantes 16 200 y los demás de caballería, considerada excelente. Se destinaban anualmente a la tropa reglada 1 500 000 pesos, 300 000 a las milicias y 1 000 000 a los presidios. La guerra hispano-inglesa de 1804 originó medidas particulares de defensa: Iturrigaray, que gozaba fama de militar experto, visitó Veracruz y formó cantones de tropas en Jalapa, Córdoba y Orizaba. No consideraba defendible el puerto, lo que incomodó mucho a los comerciantes del mismo. Iturrigaray declaró en su causa que la Nueva España era inconquistable por franceses, ingleses y angloamericanos y aun por todos juntos, idea de independencia militar que contribuyó a la emancipación política del país. La oficialidad formada en los cantones desempeñó papel importante en la guerra civil.

   Medía Nueva España en 1804, 81 144 leguas cuadradas; su población era de 5 764 700 habitantes, o sea, 71 3/8 por legua cuadrada; en las Provincias Internas, norte del país, la densidad disminuía en relación con la de la meseta productora de cereales; las costas insalubres tampoco competían con ésta. Los europeos no excedían de 80 000; los mestizos, mulatos y castas en general, y menos de 10 000 negros. La desigualdad de las fortunas sorprendía a los viajeros: lujosos carruajes junto a hombres desnudos y hambrientos.

   La desunión era general: los españoles del consulado escribían que los criollos eran irreligiosos, hipócritas, dilapidadores, “nación enervada y holgazana”, los indios “tan brutos como al principio”, las castas ”tienen sus mismos vicios”. El criollo Mier equiparaba a los españoles de la Colonia, por sus injurias, con beduinos o malcriados hotentotes y afirmaba que no conocían más letras que las de cambio.

  El clero constaba de 9 a 10 000 individuos y con sus criados llegaba a la cifra de 15 000. Humboldt predijo que la población crecería cuando se neutralizaran las epidemias y carestía del maíz, y las ínfimas clases de los habitantes mejoraran en bienes, industria y comodidad.

  De los 11 026 habitantes de la capital, 10 760 eran seglares y 816 religiosos y estudiantes. El seminario instruía a 318 alumnos y el Colegio de San Ildefonso a un número igual. Por cada 100 habitantes de la ciudad había 49 criollos, dos españoles, 24 indios, seis mulatos y 19 de otras castas. La tirantez de las costumbres era exagerada: los amores del hijo de Iturrigaray con una cómica, la Chata Munguía, preocuparon a innumerables personas, algunas de rango eclesiástico.

  La Gaceta discurría en un tono mediocre. En materia de cultura las instituciones e ideas tradicionales comenzaban a remozarse por influencia del enciclopedismo, especialmente en botánica, mineralogía, bellas artes y otras direcciones que no implicaban perturbación política.

  La revolución criolla esbozó un programa destinado a reformar las bases del Estado colonial: democratización de la agricultura, libertad de comercio e industria, supresión de estancos y gravámenes hacendarios, libertad de los esclavos, supresión de tributos personales, acceso de los hijos del país a los altos empleos civiles, eclesiásticos y militares; en resumen, la revolución burguesa en un país señorial, minero, de variadas razas, castas y jerarquías, extenso y pobremente poblado. La abrumadora tarea esperaba a los incipientes parlamentos. El gobierno efectivo de los caudillos comprobaría que la constitución real del país, distaba mucho de la proyectada en los primeros momentos de la vida independiente, y que el programa revolucionario tropezaría con grandes dificultades para su realización. (1)

Fuentes:

1.- Zavala, Silvio. Apuntes de historia nacional, 1808-1974. FCE. México, 1990, pp. 11-15

2.- Zavala, Lorenzo. Ensayo histórico de las revoluciones de México desde 1808 hasta 1830. Edición facsimilar. FCE, México, 1985

domingo, 1 de abril de 2018

5 de febrero de 1812 en la Ciudad de México: la entrada de Calleja

   En este Bicentenario, del cual aun nos quedan cuatro años por conmemorar, han habido muchas fechas que pasaron desapercibidas o no fueron del todo difundidos sus recordatorios. Encuentro un dato más bien curioso, que escribe Lucas Alamán en su Historia de Méjico [con j], que relata la entrada triunfal que hace a la ciudad de México luego de la victoria obtenida en Zitácuaro días atrás. 

  "La batalla de Zitácuaro se libró el 2 de enero de 1812, en Zitácuaro, Michoacán. Las tropas realistas eran dirigidas por Félix María Calleja y el ejército insurgente por Ignacio López Rayón. El virrey Francisco Xavier Venegas ordenó la toma de Zitácuaro pues ahí se situaba la Suprema Junta Nacional Gubernativa, órgano director de la insurgencia. Durante la batalla, Ramón López Rayón perdió un ojo. Tras varias horas de combate, finalmente la ciudad cayó en manos de los realistas, poniendo en fuga a la Suprema Junta Nacional Gubernativa hacia Tlalchapa y Sultepec." (Wikipedia)

Puestos en contexto, veamos lo que escribe Alamán:

  Marchaba al frente Calleja con su estado mayor y una lúcida escolta, seguían por su orden los cuerpos, formando la cabeza de la columna los granaderos, en cuya primera fila se hacía notar D. Domingo Mioño, español, natural de Galicia, y avecindado en Colima, donde había gozado de comodidades, quien para dar ejemplo a sus paisanos de la decisión con que debían obrar en su propia defensa, servía como soldado, y nunca quiso ser más que el primer granadero de la Columna, como Latour d'Auvergne lo había sido en Francia de la república. Méjico presenciaba por la primera vez un espectáculo militar imponente; el concurso era inmenso y la gente veía con admiración aquellos soldados cuyas proezas había leído, y en especial aquellos cuerpos levantados por Calleja en S. Luis, que habían hecho de una manera tan bizarra la campaña, y a cuya aproximación había debido la capital un año antes, no haber sido devastada por la muchedumbre que Hidalgo condujo hasta las Cruces, estimulada por el deseo del pillaje y la desolación.

  Un accidente inopinado turbó la solemnidad de la entrada. Al pasar el general Calleja delante de la última casa de la primera calle de Plateros, junto al portal de Mercaderes, con los vivas y aplausos del pueblo, se alborotó el caballo que montaba el mariscal de campo D. Judas Tadeo Tornos, director de artillería, que iba al lado de Calleja, y parándose de manos dio con ellas en la cabeza de este, tirándole el sombrero y haciéndole caer en tierra, cuyo golpe fue bastante fuerte para que fuese menester llevarlo cargad o a la casa del platero Rodallega y ponerlo en cama por algún rato, hasta que un tanto repuesto, pudo ir en coche a presentarse al virrey a palacio. Los que se habían burlado del prodigio de las palmas de Zitácuaro, tuvieron ahora ocasión de contraponer agüero a agüero, teniendo por mal anuncio el que Calleja en medio de su triunfo, cayese con el mariscal Tornos, que también fue derribado del caballo, a los pies del altar de un santo mejicano, en el día de la fiesta de este y en la misma calle en donde este había ejercido el oficio de platero.

  El ejército desfiló delante del palacio, saludándole y aplaudiéndolo el virrey, que salió a los balcones para verlo pasar. Su fuerza en este día era de 2.150 infantes y 1.852 caballos, que daban el total de 5.982 hombres, número que parecer a muy corto, atendiendo a las grandes victorias que obtuvo sobre reuniones de gente, aunque indisciplinada, incomparablemente más numerosas; pero entonces se hacía mucho con poco, mientras que después la impericia de los que han mandado ha sido causa de que nada se haya hecho con mucho. Acompañaban al ejército mil quinientas cargas de víveres, cantidad de parque y la artillería tomada en Zitácuaro, todo lo cual hizo que tardase en entrar desde las doce y media hasta las cuatro de la tarde. Seguíanle porción de mujeres y estas llevaban consigo los despojos del saqueo de aquella villa. La plana mayor se presentó en seguida á cumplimentar al virrey, quien con ella y los empleados superiores y otros individuos que acostumbraban asistir a su corte, se trasladó a la catedral magníficamente iluminada. Recibiólo el cabildo eclesiástico y se cantó un solemne "Te Deum, "para dar gracias a Dios por las victorias obtenidas por aquel ejército.

  La tropa se alojó en los conventos, habiendo estado la víspera el virrey mismo en el de S. Agustín, destinado a la columna de granaderos, para cuidar de que se dispusiese aquel cuartel con toda comodidad. Calleja se hospedó en la casa del conde de Casa Rul, en la que fueron continuos los convites y obsequios, concurriendo a la mesa  los jefes del ejército y todas las personas distinguidas de la ciudad, y en ella se ensalzaron en los brindis en prosa y verso las victorias del ejército y las hazañas del general, cuyo mérito se calificó superior al de Fabio Máximo y otros capitanes de la antigüedad. Se hicieron en el teatro funciones en obsequio del ejército y su jefe, y cuando este se presentó en él, fueron grandes los aplausos y los vivas.

  Venegas concurrió la primera noche, y viendo que hacia un papel secundario y desairado, no volvió las siguientes. Debió desde entonces ver en Calleja un rival, y persuadirse que el favor popular estaba enteramente de parte de este. En obsequio del ejército, los panaderos que casi todos eran españoles, a quienes se pidieron a prorrata las raciones de pan necesarias, no quisieron cobrar cosa alguna en los días 5 y 6 de Febrero.

  La llegada del ejército a la capital venció la repugnancia del virrey para conceder premios á sus individuos. Calleja había instado repetidas veces, como en otros lugares hemos visto, y en especial después de la batalla de Calderón, sobre la "necesidad que en su concepto había, para reanimar el valor y entusiasmo del ejército, de conceder a la tropa y oficiales algún premio ó distinción, que les hiciese olvidar los riesgos a que se exponían, y apreciar su suerte", contrariando además la idea que los sediciosos esparcían, de que servían a un gobierno que ni estimaba ni recompensaba sus servicios.

  Irónico es imaginar que mientras en la casa del Conde Casa Rul se daban grandes fiestas, él permanecía al frente, en marzo, un mes luego de la entrada de Calleja a la ciudad de México, moría en el sitio de Cuautla.

Fuente

Alamán, Lucas. Historia de Méjico. Tomo II, Imprenta de J.M. Lara, México, 1850, pp. 474-479