Continuando con la idea que manifesté recién, comparto un documento más, en esta ocasión se trata del relato de lo ocurrido a los detenidos en las proximidades de Acámbaro, al poco de haber comenzado el movimiento de insurrección. Eran los primeros días de octubre cuando García Conde, Merino y Rul son aprehendidos y como rehenes son llevados por los insurgentes de Acámbaro a Valladolid, para luego continuar a San Miguel el Grande y luego ser incorporados al contingente encabezado por Hidalgo. Como prisioneros estarán en la batalla del Monte de las Cruces, para luego seguir a Aculco en donde son libertados. Quien hace el recuento de los hechos es García Conde:
Excelentísimo señor,
Después de la feliz victoria de Aculco, que me dio milagrosamente la libertad, pensé pasar a esta ciudad para dar a vuestra excelencia noticias exactas y circunstanciadas del manejo y proyecto de los enemigos que me habían llevado con su ejército a todas partes durante el mes completo de mi prisión, pero mejor aconsejado por el riesgo de volver a caer en sus manos, lo suspendí proponiéndome dar a vuestra excelencia por escrito puntual noticia de mis sucesos.
Las ocupaciones de mi empleo, las marchas no interrumpidas y la falta de comodidad no me lo han permitido; hasta el día de descanso que tenemos en esta capital, a donde hemos regresado del Campo del Marfil, me proporciona la ocasión de verificarlo, esperando que vuestra excelencia me dispense así la digresión como la falta de elegancia, en honor de la verdad de cuanto me ha acaecido.
Después que merecí [de] vuestra excelencia el acenso a coronel de Dragones Provinciales de Puebla y el mando de las armas de la provincia de Michoacán, salí de esa capital en compañía de los señores Rul y Merino el 3 de octubre para la ciudad de Valladolid, día justamente en que salía el correo de esa capital y que aumentaba el riesgo de caer en poder de los insurgentes por la noticia que nos habían dado de estar interrumpida la comunicación en Acámbaro. Llegamos felizmente a la Hacienda de Apeo, distante dos leguas de Maravatío, el día 6. Y por las cartas de recomendación que llevamos, adquirimos noticia de los administradores de las haciendas inmediatas para disponer nuestro tránsito con menos riesgo.
Todos unánimes nos dijeron que el pueblo de Acámbaro estaba tranquilo, que iban y venían coches sin la menor novedad y aunque fui de opinión que tomásemos caballos en Maravatío, y no cruzar la sierra por tocar en Acámbaro, se opusieron diciendo que sería entrar en sospecha, pues se sabía ya nuestra ida por el correo y que, en caso de querernos coger, saldrían a verificarlo por la misma sierra. Y que por tanto tenían por más oportuno pasar disimuladamente por el arrabal del pueblo sin hacer alto en él y apostar tiros en el camino para hacer el viaje con celeridad. Así lo ejecutamos. Pero con la desgracia de estar vendidos por todos, hasta de los cocheros que nos pusieron en el camino, los que nos hicieron remudar una mula a la entrada del pueblo y otra a la salida, suponiendo cansancio y enfermedad. De suerte que a 2 leguas de haber pasado por Acámbaro, vimos venir como 200 hombres de a caballo para cortarnos y más de 300 de a pie por la cañada, habiéndonos abandonado como 16 vaqueros que pedimos de escolta y sin más defensa para la resistencia que la que podíamos hacer 6 hombres que veníamos en dos coches.
Nos apeamos prontamente y, ya sin sombrero por no detenerme a cogerlo, teniendo en una mano el sable desenvainado parte y en otra una pistola, hice que todos los demás se pusiesen detrás de mí. Y apuntando la pistola al torero Luna que venía capitaneando su gente, le mandé hacer alto a cosa de 10 pasos, preguntándole qué quería y a quién buscaba. Pero una seña que yo no advertí y que hizo a los indios otro que venía a caballo junto a él, empezaron a llover piedras tiradas con hondas sobre nosotros. Y al querer sortear una, que me venía directamente, me ganó Luna la acción por detrás dándome una lanzada que me tiró redondo en el suelo. Y cuando volví en mí ya me encontré todo lleno de sangre y desarmado, rodeado de una porción de gente de a pie y de a caballo. Y me tiraron una pedrada en la mano izquierda, otra en la espaldilla, una cuchillada en la mano derecha, otra en la oreja izquierda. De suerte que aquella infernal canalla, a pesar de verme indefenso, se saciaba en martirizarme. Me ataron fuertemente y llegando otro de sus mandones que les [rep]rendió el trato que me daban, me hizo entrar en el coche con Rul y Merino, éste gravemente herido en el costado izquierdo y Rul con una cuchillada en la cabeza.
Entramos a las 5 de la tarde en Acámbaro en medi[o] de la gritería del inmenso pueblo que pedía nuestras cabezas y acabar con todos los gachupines. Creímos que nos despedazaban, pero se reservaban nuestras vidas para mayores y repetidos insultos.
Nos metieron en un cuarto del mesón rodeado de centinelas y vino un cirujano a reconocernos las heridas. Fue necesario confesar a Merino, al cocinero de Rul y a su asistente. Y aunque primero determinaron dejar a Merino en el pueblo hasta su restablecimiento, lo hicieron salir poco después que a nosotros, haciéndonos continuar la marcha a las 11 de la misma noche para Celaya, donde llegamos a las 11 del día por los dolores que las heridas nos causaba[n], como por ver la infamia de la plebe que nos amenazaba con las expresiones más indecente[s] que puedan imaginarse.
Allí fue donde nos vimos totalmente saqueados, sin tener ropa que mudarnos y sólo con el colchón que nos quisieron dejar. Pero Dios nos deparó para nuestro consuelo al licenciado don Carlos Camargo que nos atendió en cuanto pudo, facilitándonos buen cirujano, con todos los ingredientes necesarios a nuestra curación y el método que debíamos observar, una muda de ropa a cada uno y cien pesos para lo que pudiera ofrecerse.
La mañana siguiente salimos para San Miguel El Grande con los mismos insultos de la plebe y aún mayores porque íbamos encontrando la divisiones del ejército de Aldama y todos nos recibían con los mayores vituperios y amenazas.
A las 6 de la tarde llegamos a cosa de media legua de San Miguel donde encontramos a Aldama, mariscal de campo de entre ellos, y general de su ejército, a caballo, en mangas de camisa, con sable y un par de pistolas de gancho en el cinturón, sombrero blanco y una manta o fr[a]zada en el arzón de la silla, quien después de habernos hecho reconocer por ver si traíamos alguna arma oculta, con palabras indecentes nos hizo volver atrás. Entrando nuevamente en Celaya sin darnos otro alimento que un pocillo de chocolate para recogernos desde otro igual cuando amaneció.
Ya desde entonces seguimos con su ejército por los pueblos de Acámbaro, Zinapécuaro, Indaparapeo, donde nos detuvimos dos días esperando los ejércitos del cura Hidalgo y el de Allende, que nos incorporaron.
Fuente:
Las Cartas de Morelos en la Biblioteca José María Lafragua, BUAP. Paleografìa de María del Carmen Aguilar Guzmán y Misael Amaro Guevara. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Puebla, 2015. pp 211-250
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