lunes, 18 de marzo de 2019

El parte de Diego García Conde, luego de haber sido liberado en Aculco, 1a parte.

   Continuando con la idea que manifesté recién, comparto un documento más, en esta ocasión se trata del relato de lo ocurrido a los detenidos en las proximidades de Acámbaro, al poco de haber comenzado el movimiento de insurrección. Eran los primeros días de octubre cuando García Conde, Merino y Rul son aprehendidos y como rehenes son llevados por los insurgentes de Acámbaro a Valladolid, para luego continuar a San Miguel el Grande y luego ser incorporados al contingente encabezado por Hidalgo. Como prisioneros estarán en la batalla del Monte de las Cruces, para luego seguir a Aculco en donde son libertados. Quien hace el recuento de los hechos es García Conde:

Excelentísimo señor,

   Después de la feliz victoria de Aculco, que me dio milagrosamente la libertad, pensé pasar a esta ciudad para dar a vuestra excelencia noticias exactas y circunstanciadas del manejo y proyecto de los enemigos que me habían llevado con su ejército a todas partes durante el mes completo de mi prisión, pero mejor aconsejado por el riesgo de volver a caer en sus manos, lo suspendí proponiéndome dar a vuestra excelencia por escrito puntual noticia de mis sucesos.
   Las ocupaciones de mi empleo, las marchas no interrumpidas y la falta de comodidad no me lo han permitido; hasta el día de descanso que tenemos en esta capital, a donde hemos regresado del Campo del Marfil, me proporciona la ocasión de verificarlo, esperando que vuestra excelencia me dispense así la digresión como la falta de elegancia, en honor de la verdad de cuanto me ha acaecido.
   Después que merecí [de] vuestra excelencia el acenso a coronel de Dragones Provinciales de Puebla y el mando de las armas de la provincia de Michoacán, salí de esa capital en compañía de los señores Rul y Merino el 3 de octubre para la ciudad de Valladolid, día justamente en que salía el correo de esa capital y que aumentaba el riesgo de caer en poder de los insurgentes por la noticia que nos habían dado de estar interrumpida la comunicación en Acámbaro. Llegamos felizmente a la Hacienda de Apeo, distante dos leguas de Maravatío, el día 6. Y por las cartas de recomendación que llevamos, adquirimos noticia de los administradores de las haciendas inmediatas para disponer nuestro tránsito con menos riesgo.
   Todos unánimes nos dijeron que el pueblo de Acámbaro estaba tranquilo, que iban y venían coches sin la menor novedad y aunque fui de opinión que tomásemos caballos en Maravatío, y no cruzar la sierra por tocar en Acámbaro, se opusieron diciendo que sería entrar en sospecha, pues se sabía ya nuestra ida por el correo y que, en caso de querernos coger, saldrían a verificarlo por la misma sierra. Y que por tanto tenían por más oportuno pasar disimuladamente por el arrabal del pueblo sin hacer alto en él y apostar tiros en el camino para hacer el viaje con celeridad. Así lo ejecutamos. Pero con la desgracia de estar vendidos por todos, hasta de los cocheros que nos pusieron en el camino, los que nos hicieron remudar una mula a la entrada del pueblo y otra a la salida, suponiendo cansancio y enfermedad. De suerte que a 2 leguas de haber pasado por Acámbaro, vimos venir como 200 hombres de a caballo para cortarnos y más de 300 de a pie por la cañada, habiéndonos abandonado como 16 vaqueros que pedimos de escolta y sin más defensa para la resistencia que la que podíamos hacer 6 hombres que veníamos en dos coches.
   Nos apeamos prontamente y, ya sin sombrero por no detenerme a cogerlo, teniendo en una mano el sable desenvainado parte y en otra una pistola, hice que todos los demás se pusiesen detrás de mí. Y apuntando la pistola al torero Luna que venía capitaneando su gente, le mandé hacer alto a cosa de 10 pasos, preguntándole qué quería y a quién buscaba. Pero una seña que yo no advertí y que hizo a los indios otro que venía a caballo junto a él, empezaron a llover piedras tiradas con hondas sobre nosotros. Y al querer sortear una, que me venía directamente, me ganó Luna la acción por detrás dándome una lanzada que me tiró redondo en el suelo. Y cuando volví en mí ya me encontré todo lleno de sangre y desarmado, rodeado de una porción de gente de a pie y de a caballo. Y me tiraron una pedrada en la mano izquierda, otra en la espaldilla, una cuchillada en la mano derecha, otra en la oreja izquierda. De suerte que aquella infernal canalla, a pesar de verme indefenso, se saciaba en martirizarme. Me ataron fuertemente y llegando otro de sus mandones que les [rep]rendió el trato que me daban, me hizo entrar en el coche con Rul y Merino, éste gravemente herido en el costado izquierdo y Rul con una cuchillada en la cabeza.
   Entramos a las 5 de la tarde en Acámbaro en medi[o] de la gritería del inmenso pueblo que pedía nuestras cabezas y acabar con todos los gachupines. Creímos que nos despedazaban, pero se reservaban nuestras vidas para mayores y repetidos insultos.
    Nos metieron en un cuarto del mesón rodeado de centinelas y vino un cirujano a reconocernos las heridas. Fue necesario confesar a Merino, al cocinero de Rul y a su asistente. Y aunque primero determinaron dejar a Merino en el pueblo hasta su restablecimiento, lo hicieron salir poco después que a nosotros, haciéndonos continuar la marcha a las 11 de la misma noche para Celaya, donde llegamos a las 11 del día por los dolores que las heridas nos causaba[n], como por ver la infamia de la plebe que nos amenazaba con las expresiones más indecente[s] que puedan imaginarse.
   Allí fue donde nos vimos totalmente saqueados, sin tener ropa que mudarnos y sólo con el colchón que nos quisieron dejar. Pero Dios nos deparó para nuestro consuelo al licenciado don Carlos Camargo que nos atendió en cuanto pudo, facilitándonos buen cirujano, con todos los ingredientes necesarios a nuestra curación y el método que debíamos observar, una muda de ropa a cada uno y cien pesos para lo que pudiera ofrecerse.
   La mañana siguiente salimos para San Miguel El Grande con los mismos insultos de la plebe y aún mayores porque íbamos encontrando la divisiones del ejército de Aldama y todos nos recibían con los mayores vituperios y amenazas.
    A las 6 de la tarde llegamos a cosa de media legua de San Miguel donde encontramos a Aldama, mariscal de campo de entre ellos, y general de su ejército, a caballo, en mangas de camisa, con sable y un par de pistolas de gancho en el cinturón, sombrero blanco y una manta o fr[a]zada en el arzón de la silla, quien después de habernos hecho reconocer por ver si traíamos alguna arma oculta, con palabras indecentes nos hizo volver atrás. Entrando nuevamente en Celaya sin darnos otro alimento que un pocillo de chocolate para recogernos desde otro igual cuando amaneció.
   Ya desde entonces seguimos con su ejército por los pueblos de Acámbaro, Zinapécuaro, Indaparapeo, donde nos detuvimos dos días esperando los ejércitos del cura Hidalgo y el de Allende, que nos incorporaron.

Fuente:

Las Cartas de Morelos en la Biblioteca José María Lafragua, BUAP.  Paleografìa de María del Carmen Aguilar Guzmán y Misael Amaro Guevara. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Puebla, 2015. pp 211-250

lunes, 11 de marzo de 2019

La entrada triunfal de Calleja en la Ciudad de México luego del triunfo en Zitácuaro, 1812.

   En base al comentario que hice en el artículo anterior, continuamos ahora con una relatoria de los hechos acontecidos en la Ciudad de México luego de la Batalla de Zitácuaro en la que la Junta Soberana fue atacada y casi desaparecida:

  La descripción de la entrada de Calleja á la capital hecha por Bustamante y Alamán, merece ser conocida del lector por las apreciaciones que ambos hacen de los sucesos ocurridos en ella.

   Bustamante dice lo siguiente" Concluido el saqueo de la villa de Zitácuaro, y hecha presa de la bárbara soldadesca y de las llamas, en cuyos hogares se vio con escándalo atizar la estatua, de un santo con otro, Calleja distribuyó parte de su fuerza para lo interior, y se aprestó para entrar con la restante en México, de donde se le mandaron muchos uniformes y armas para dar á su ejército brillantez. Venegas dispuso para alojamiento de la columna de granaderos, el convento de San Agustín y aún en persona pasó la tarde del cuatro á reconocer el edificio. Recibióle el provincial con toque de órgano y vuelta de esquirla, estimando la visita como Un favor inapreciable. Trazó la entrada del ejército de modo que fuese el mismo día de San Felipe de Jesús, después de la procesión que se hace de la Catedral á San Francisco, para que las colgaduras y adornos de las calles sirviesen á esplendorizar la marcha de las tropas. Todo lo combinó el gobierno para herir nuestro amor patrio.

   Sonó el cañón de entrada en el paseo de Bucareli y respondió la plaza. Precedía en la marcha Calleja con su escolta, costosamente vestida y montada en caballos prietos todos iguales: mas, ¡oh chasco digno de Garatuza! Apenas se presenta Calleja montado sobre un fogoso prieto, cuando Da. María Gertrudis Bustos, hermana de la marquesa de Rayas, que estaba en la carrera, desde un coche exclamaba he allí mi caballo él es, y no es otro, no conoció Sancho Panza mejor su asno; cuando vio caballero sobre él á Ginés de Pasa-montes su robador en Sierra Morena. Efectivamente este caballo era robado entre muchos de los que requirió Calleja en Guanajuato. El perseguidor (que se decía) de los ladrones, bien merecía que se le persiguiera por cuatrero. En torno de Calleja, venia una turba de muchachos gritándole vivas, pero no nacidos del corazón sino estimulados por los dineros que les repartió Don Joaquín Urquijo, cura de Acayucan, vizcaíno de los irreconciliables enemigos nuestros. Entonces se presentó en mi fantasía el famoso manchego, que allá en sus delirios se prometía entrar en la corte de un grupo de rey, el cual asomándose á las fenestras de su palacio gritaba.. "La marcha del general Calleja." (Obra del Dr. Corejares, sujeto fundido en la misma turquesa, que el cura Urquijo, y de su mismo fuero.) .

   El hombre reflexivo notaba en el aspecto lívido y mirar sombrío de Calleja en aquel continente amenazante y taciturno, y en aquellos ojos revueltos y verdosos, un leopardo que cubierto de sangre salía del bosque y se preparaba para lanzarse segunda vez sobre otros rediles de inocentes ovejas. Gozábase entonces así mismo con la grita y aplausos como Agripa en los juegos de Casárea, herido con los rayos del sol que reflectaban sobre sus vestiduras de oro y púrpura y se creía el mayor de los hombres, cuando he aquí que un acontecimiento inesperado recuerda á éste hombrecillo fatuo, que es menos que nada. El mariscal de artillería D. Judas Tadeo Tornos, se acerca en su caballo para saludarlo, más al quitarse el sombrero y revolotearlo le levantó la rienda, el bruto lastimado de los asientos del bocado se para en dos manos, se lanza con fuerza sobre Calleja, le da dos fuertes manotadas en la cara, lo arroja del caballo y cae á los pies de la estatua de San Felipe de Jesús, en cuyo altar lo había colocado el piadoso platero Rodallega. Calleja es llevado en peso á un camaranchón que allí le franqueó, el dueño de la casa, se recobra un tanto con auxilios que se le ministran pero muestra la mayor confusión y vergüenza. De éste modo impide el cielo que vaya á solemnizar con un Te Deum (á que concurrió el Virrey, con toda la oficialidad á catedral á las dos la de tarde) el triunfo que había conseguido sobre nuestra libertad y á tributar gracias á María Santísima de los Remedios, cuyo templo erigido bajo ésta misma advocación acababa de dar á las llamas. El cielo no quiere las oblaciones de los impíos, ni se aplaca su cólera con las exterioridades con que se insulta á su divinidad; quiere inocencia de manos y pureza de corazón, que no había en este general victorioso.

   Precedia al ejército de Calleja, más número de mujeres que de soldados; algunos de estos traían cinco. Estas eran las Harpías que en tierra adentro se habían cebado desnudando los cadáveres, en los combates. Venían cargadas de preciosidades &c.

 Alamán hace la descripción en los términos siguientes:

   "Señalóse para la entrada triunfal del ejército del centro en México el día cinco de Febrero en el que aquella ciudad, celebra la fiesta de su patrono, el mártir mexicano San Felipe de Jesús, cuya función se solemnizaba entonces con una procesión, que después de la misa salía de la catedral é iba á San Francisco en la que se presentaba en diversas andas ó pasos la historia del santo, la carrera se adornaba con esmero en las calles de Plateros, cuyo oficio empezó á ejercer el mismo Santo, en la parte más temprana de su vida, se ponían suntuosos altares por los individuos de éste arte, floreciente en aquel tiempo. Como en todo se buscaban interpretaciones siniestras, se dijo por los afectos á la revolución, que se había escogido aquel día, para que el adorno de las calles destinado á la función de está, sirviese para ostentar un recibimiento solemne al ejército, que de otro modo no se habría hecho. Desde la garita del Paseo nuevo, por la que las tropas debían hacer su entrada, se pusieron arcos de flores, y antes de llegar á ella, al paso por el lindero de la pequeña hacienda de Becerra, cuyo dueño D. José Ignacio Vizcaya fue capitán de la compañía de gastadores de la columna de granaderos (y murió de enfermedad en San Luis, habiéndose distinguido en toda la campaña su tío el arcediano Beristain, hizo poner un arco con una inscripción honrosa al difunto y al cuerpo en que había militado. A las doce y media de la mañana, una salva de artillería anunció la llegada de la vanguardia á la garita, donde esperaban al general para acompañarle los jefes principales de la plaza y otros militares de distinción. Marchaba al frente Calleja con su estado mayor y una lucida escolta, seguían por su orden los cuerpos, formando la cabeza de la columna los granaderos, en cuya primera fila se hacía notar D. Domingo Mioño, español, natural de Galicia y avecindado en Colima, donde había gozado de comodidades, quien para dar ejemplo á sus paisanos de la decisión con que debían obrar en su propia defensa, servía como soldado, y nunca quiso ser más que el primer granadero de la columna, como Latour Auvergne lo había sido en Francia de la República. México presentaba por la primera vez un espectáculo militar imponente, el concurso del inmenso y la gente veía con admiración aquellos soldados cuyas proezas había leído, y en especial aquellos cuerpos levantados por Calleja en San Luis, que había hecho de una manera tan bizarra la campaña, y á cuya aproximación había debido la capital, un año antes, no haber sido desbastada por la muchedumbre que Hidalgo condujo hasta las Cruces, estimulada por el deseo del pillaje y la desolación. Un accidente inopinado turbó la solemnidad de la entrada. 

   Al pasar el Gral. Calleja delante de la última casa de la primera calle de Plateros, junto al portal de Mercaderes, con los vivas y aplausos del pueblo, se alborotó el caballo que montaba el mariscal de Campo D. Judas Tadeo Tornos, director de artillería, que iba al lado de Calleja, y parándose de manos dio con ellas en la cabeza dé éste, tirándole el sombrero y haciéndole caer en tierra, cuyo golpe fue bastante fuerte; para que fuese menester llevarlo cargado á la casa del platero Rodallega y ponerlo en cama por algún rato, basta que un tanto repuesto, pudo ir en coche á presentarse al Virrey á palacio. Los que se habían burlado del prodigio de las palmas de Zitácuaro, tuvieron ahora ocasión de contra poner agüero por agüero, teniendo por mal anuncio el que Calleja en medio de su triunfo, cayese con el mariscal Tornos, que también fue derribado del caballo, á los pies del altar de un Santo mexicano, en el día de la fiesta de éste y en la misma calle en donde éste había ejercido el oficio de platero.

   El ejército desfiló delante del palacio, saludándole y aplaudiéndolo el Virrey, que salió á los balcones para verlo pasar, su fuerza en éste día era de 2,150 infantes 1,832 caballos que hacía el total de 3,972 hombres, número que parecerá muy corto, atendiendo á las grandes victorias que obtuvo sobre reuniones de gente, aunque indisciplinada, incomparablemente más numerosa, pero entonces se hacía mucho con poco, mientras que después la impericia de los que han mandado, ha sido causa de que nada se haya hecho con mucho. Acompañaban al ejército mil quinientas cargas de víveres, cantidad de parque y la artillería tomada en Zitácuaro, todo lo cual hizo que tardase en entrar desde las doce y media hasta las cuatro de la tarde, seguíanle porción de mujeres y estas llevaban consigo los despojos del saqueo de aquella villa. La plana mayor se presentó en seguida á cumplimentar al Virrey, quien con ella y los empleados superiores y otros individuos que acostumbraban asistir á su corte, se trasladó á la catedral magníficamente iluminada. Recibióle el cabildo eclesiástico y se cantó un Te Deum, para dar gracias á Dios por las victorias obtenidas por aquel ejército."

   Es notable que la "Gaceta y el Diario" de México que se ocupan de referir la entrada de Calleja á la capital, omitan hacer mención de la caída del caballo del jefe realista, sin duda debido á los comentarios desfavorables que luego hicieron los afectos á la independencia de este suceso.  

Fuente:

Zamacois, Niceto. Historia de México. Tomo VI, Cap. XIII. Parrés Editor, México 1888.

domingo, 10 de marzo de 2019

Una carta del cura de Guanajuato Br. D. Antonio Lavarrieta, 1810

   Ha sido un poco larga mi ausencia en la actualización de artículos, notas, apuntes, sobre la Guerra de Independencia en su etapa inicial, esta vez, como me encuentro trabajando en un texto que habla precisamente del tiempo que va del Grito de Dolores (16-IX-1810) al Sitio de Cuautla (19-II-1812) aprovecho para transcribir algunos documentos que creo son interesantes y que me están sirviendo de referencia a mi trabajo.

  En este caso se trata de una carta que el Cura y Juez Eclesiástico de la ciudad de Guanajuato envía a Calleja haciéndole notar de la confusión que hubo al considerarlo del bando Realista y saqueada su casa cuando ocurrieron los sucesos de Granaditas en septiembre y la Toma de Guanajuato en Noviembre de 1810:

Villa de León, 19 de diciembre de 1810.

Señor general de los ejércitos españoles de pacificación

  El doctor don Antonio Lavarrieta, cura y juez eclesiástico de Guanajuato, ante vuestra señoría con todo el acatamiento debido a su alta representación y a las augustas funciones que ejerce, digo: que la reconquista que vuestra señoría hizo en dicha ciudad, sacándola de la opresión en que la tenían los insurgentes, me cogió en Valladolid, a donde me llevó el deseo de conservar mi casa, condenada al saqueo y la rapiña, porque mi hermano político don Domingo Torices es europeo, y se le supuso arbitrariamente que militaba bajo los estandartes de vuestra señoría.

La certeza de este motivo la acreditan la carta que manifiesto a vuestra señoría y la certificación del señor conde de Sierra Gorda y gobernador actual de la diócesis, y fuera de esto es público y notorio.

Noticioso yo en Valladolid de que vuestra señoría me había buscado en Guanajuato, y que allí se habían hecho informes siniestros de mi conducta por personas que o tratan de levantar su fortuna sobre ruinas ajenas o que quieren vengar resentimientos privados y manados del gobierno que allí he tenido, o que fiscalmente tratan de hacer la corte a los altos personajes con denuncias y murmuraciones, determiné venirme a presentar a vuestra señoría para que residenciara mi manejo y desenvolverle las miras y fines que me había propuesto en acercarme de continuo a los insurgentes, cosas que ni antes ni a todos se podrían revelar sin hacerla perder su eficacia.

Llegué en efecto antes ayer y supe lo mal impresionado que vuestra señoría estaba; resolví por último presentarle esta representación después que hable con vuestra señoría y le explique por mayor todo el misterio de mi conducta.

Vuelvo a confesar a vuestra señoría con toda la franqueza de un hombre de bien, que en obsequio de la humanidad y por obviar atentados que la ultrajaban, me abocaba de continuo con los insurgentes, tal vez hablaba en idioma y al parecer me conducía como ellos, porque con esa moneda creía negociar o comprar garantías para los europeos, sus familias y muchos americanos que la adulación y la intriga daban por reos.

A esto se agrega el poco espíritu que yo tengo, que hacía temer mil peligros a cada paso y no hallar otro asilo que el de la lisonja.

Confieso que el tribunal de la fidelidad nada de esto me indemniza; porque defecto, cobardía, toda neutralidad, y lo que es más, el no ser partidario abierto de la buena causa, es un crimen; pero un crimen de flaqueza y no de designio o premeditación.

Persuadido de ello, no trato ya de vindicarme sino de acogerme a la real clemencia, impetrando como impetro el real indulto, que vuestra señoría ha publicado a nombre de nuestro piadosísimo rey el señor don Fernando VII ofreciendo otorgar en manos de vuestra señoría el juramento de fidelidad más circunstanciado y solemne, por el que me obligaré de buena voluntad a despreciar todo temor y declararles una guerra abierta a estos insurgentes enemigos de la patria y de la religión;

Y por último a compensar cuanto pueda con nuevos servicios al Estado la tal cual mancha que hubiere contraído, procurando mantener en paz y fidelidad el pueblo de Guanajuato que ha sido a mi cuidado, e inspirarles a mis compatriotas ideas de fidelidad.

Protesto a vuestra señoría que mi corazón siempre ha estado por el gobierno, que sobre el despotismo y opresión de los insurgentes pudieron haberme hecho declinar un algo las ideas de humanidad que me propuse seguir.

Sírvase vuestra señoría pues en virtud de sus viceregias facultades declararme indultado, ad-cautelam aceptar el juramento y oferta que le hago, y en seguida mandarme dar mi certificado en los términos que a vuestra señoría le parezca para mi futuro resguardo.—

Por tanto.—

A vuestra señoría suplico se sirva otorgarme esta gracia, por la que quedaré eternamente reconocido.—

Antonio Lavarrieta.—

Villa de León, diciembre 18 de 1810.—

Admito las protestas que el convencimiento y razón arrancan del suplicante; declaro en su favor el indulto, y en su consecuencia, otorgado el juramento que ofrece y que prestará en mis manos, restitúyasele a su curato, en que espera el gobierno que desmentirá con hechos, con palabras y por todos los medios que caben en su corazón sincero, las malas impresiones que ha hecho en el público su conducta; y denle para su resguardo copia certificada de este escrito y mi decreto.—

Calleja.

Don Bernardo Hernández Villamil, teniente coronel graduado de caballería y primer ayudante general del ejército del centro.—

Certifico: que habiéndose presentado a las 10 1/2 de la mañana de este día en el alojamiento del señor general de este ejército, brigadier don Félix Calleja el doctor don Antonio Lavarrieta, cura y juez eclesiástico de la ciudad de Guanajuato, a efecto de prestar el juramento que expresa el anterior decreto, lo verificó en manos de su señoría y a presencia del señor conde de la Cadena, del cura y juez eclesiástico de esta villa don Tiburcio Camilla, y del de Silao don Gregorio Bustillos, jurando in verbo sacerdotis.

Defender abiertamente y sin disimulo, los derechos del trono, la paz de los pueblos y la observancia de las leyes patrias; predicar, persuadir y exhortar a sus feligreses a que las defiendan igualmente, haciéndoles conocer los males en que envuelven al reino los sediciosos, y manifestándoles los errores, injusticias y crímenes de que se han cubierto;

Expresando además que no sólo procuraría convertir al pueblo en favor de la justa causa, siendo uno de sus principales promovedores hasta perder la vida, si necesario fuere, sino que respondía de su fidelidad; cuyas protestas repitió varias veces; todas las cuales fueron admitidas por el citado señor general, de cuya orden pongo el presente documento para los

efectos correspondientes.—

Villa de León, diciembre 19 de 1810.—

Bernardo Villamil.—

Es copia. (Ver nota 1)

Fuente:

J. E. Hernández y Dávalos. Historia de la Guerra de Independencia de México. Seis tomos. Primera edición 1877, José M. Sandoval, impresor. Edición facsimilar 1985. Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana. Comisión Nacional para las Celebraciones del 175 Aniversario de la Independencia Nacional y 75 Aniversario de la Revolución Mexicana. Edición 2007. Universidad Nacional Autónoma de México.

Versión digitalizada por la UNAM: http://www.pim.unam.mx/catalogos/juanhdzc.html

Nota 1. Este documento y el anterior no figuran en su lugar respectivo, porque su adquisición ha sido hasta la fecha, enero de 1879, pero al formarse el índice cronológico de las piezas que forman la colección, lo citáremos en el lugar que le toca.