Nunca he estado un 28 de Septiembre en Guanajuato para hacer un comentario en torno a la celebración que más bien es una fiesta que se hace en ese lugar recordando que ese día, en 1810, ocurrió la Toma de la Alhóndiga de Granaditas. Creo que, ya es tiempo de rectificar, así como ya se desmitificó a Miguel Hidalgo y se bajó del pedestal y se hizo a un lado la estatua de bronce para entenderlo como persona, como ser humano, cosa que fue lo más positivo que nos dejó la celebración del Bicentenario; hacerlo igual con esta nada gloriosa toma que fue una de las más sanguinarias que han ocurrido en México y dejarla como efeméride que es y no como una celebración a los ríos de sangre que surgieron en ese día.
"Muchos historiadores consideran este enfrentamiento más como un motín o masacre de civiles que una batalla, pues no se dieron condiciones de igualdad militar entre ambos bandos" (Wikipedia).
La toma de la alhóndiga de Granaditas fue obra enteramente de la plebe de Guanajuato, unida a las numerosas cuadrillas de indios conducidas por Hidalgo; por parte de este y de los demás jefes sus compañeros, no hubo ni pudo haber, mas disposiciones que las muy generales de conducir la gente a los cerros y comenzar el ataque; pero empezado este, ni era posible dar orden alguna ni había nadie que la recibiese y cumpliese, pues no había organización ninguna en aquella confusa muchedumbre, ni jefes subalternos que la dirigiesen.
Precipitándose con extraordinario valor a tomar parte en la primera acción de guerra que habían visto, una vez comprometidos en el combate los indios y gente del pueblo no había que volver atrás, pues la muchedumbre pesando sobre los que precedían, les obligaba a ganar terreno y ocupaba en el instante el espacio que dejaban los que morían.
La resistencia de los sitiados aunque denodada, era sin orden ni plan, por haber muerto el intendente antes que ningún otro, y a esto debe atribuirse la pronta terminación de la acción, pues a las cinco de la tarde estaba todo concluido.
Dueños los insurgentes de la alhóndiga, dieron rienda suelta a su venganza; los rendidos imploraban en vano la piedad del vencedor, pidiendo de rodillas la vida; una gran parte de los soldados del batallón fueron muertos; otros escaparon quitándose el uniforme y mezclándose entre la muchedumbre.
Entre los oficiales perecieron mucho jóvenes de las mas distinguidas familias de la ciudad y quedaron otros heridos gravemente, entre ellos D. Gilberto Riaño que murió a pocos días, y D. José María y D. Benigno Bustamante; de los españoles murieron muchos de los mas ricos y principales vecinos; fue muerto también un comerciante italiano llamado Reinaldi, que por aquellos días había ido a Guanajuato con una memoria de mercancías, y con él un niño de ocho años, hijo suyo, que los indios estrellaron contra el suelo y arrojaron del corredor abajo; algunos procuraron ocultarse en la troje número 21 en que estaba el cadáver del intendente con los de otros; pero descubiertos, luego eran muertos sin misericordia. Todos fueron despojados de sus vestidos y al desnudar el cadáver de D. José Miguel Carrica, (e) se halló cubierto de silicios, lo que hizo correr la voz de que se había encontrado un gachupín santo.
Los que quedaron vivos, desnudos; llenos de heridas, atados en cuerdas, fueron llevados a la cárcel pública, que había quedado desocupada por haber puesto en libertad a los reos, teniendo que atravesar el largo espacio que hay desde la alhóndiga para llegar a ella, por entre una multitud desenfrenada que a cada paso los amenazaba con la muerte.
Cuéntase que para evitarla, el capitán D. José Joaquín Peláez (e) logró persuadir a los que lo conducían, que Hidalgo había ofrecido un premio en dinero por que se lo presentasen vivo, y que así consiguió ser custodiado con mayor cuidado en aquel tránsito peligroso.
Calcúlase variamente el número de muertos que hubo por una y otra parte; el de los insurgentes se tuvo empeño en ocultarlo y los enterraron aquella noche en zanjas que se abrieron en el río de Cata, al pié de la cuesta. El ayuntamiento en su exposición, lo hace subir a tres mil; Abasolo en su causa dice que fueron muy pocos; esto no me parece probable y lo primero lo tengo por muy exagerado. De los soldados murieron unos doscientos, y ciento cinco españoles.
Los cadáveres de estos fueron llevados desnudos, asidos por los pies y manos o arrastrando, al próximo camposanto de Belén en el que fueron enterrados; el del intendente estuvo por dos días expuesto al ludibrio del populacho, que quería satisfacerse por sí mismo de la fábula absurda que se había hecho correr, de que tenia cola porque era judío, la que no dejó por esto de conservarse en crédito; fue después sepultado con una mala mortaja que le pusieron los religiosos de aquel convento, sin recibir el honor que hubiera debido tributar a sus restos mortales un vencedor generoso.
Ninguna señal de compasión era permitida, y a una mujer del pueblo que manifestó condolerse al ver conducir un cadáver de un europeo, los que lo llevaban le dieron una herida en la cara.
Entregóse la plebe al pillaje de todo cuanto se había reunido en la alhóndiga, y todo desapareció en pocos momentos. Hidalgo quiso reservar para sí las barras de plata y el dinero, pero no pudo evitar que lo sacasen y después se les quitaron algunas de aquellas a los que se les pudieron encontrar, como pertenecientes a la tesorería del ejército y que por esto no debian ser comprendidas en el saqueo.
El edificio de la alhóndiga presentaba el mas horrible espectáculo: los comestibles que en él se habían acopiado estaban esparcidos por todas partes; los cadáveres desnudos, se hallaban medio enterrados en maíz, en dinero, y todo manchado de sangre. Los saqueadores combatían de nuevo por el botín y se daban muerte unos a otros. Corrió entonces la voz de que había prendido fuego en las trojes y que comunicándose a la pólvora, iba a volar el castillo, que era el nombre que el pueblo daba a aquel edificio; los indios se pusieron en fuga y la gente de a caballo corría a escape por las calles, con lo que la plebe de Guanajuato, que acaso fue la que esparció esta voz, quedó sola dueña de la presa, hasta que los demás, disipado el temor, volvieron a tomar parte en ella.
La gente que había permanecido en los cerros en expectativa del resultado, bajó para participar del despojo, aunque no había concurrido al combate, y unida con la demás y con los indios que habían venido con Hidalgo, comenzó en esa misma tarde y continuó por toda la noche y días siguientes el saqueo general de las tiendas y casas de los europeos de la ciudad, mas desapiadadamente que lo hubieran podido hacer un ejército extranjero.
Alumbraban la triste escena en aquella funesta noche multitud de teas ú ocotes, mientras que no se oían mas que los golpes con que echaban abajo las puertas, y los feroces alaridos del populacho que aplaudía viéndolas caer, y se arrojaba como en triunfo a sacar efectos de comercio, muebles ropa de uso y toda clase de cosas. (Lucas Alamán. La revolución del cura Miguel Hidalgo. Capítulo II, 2a. parate. Lo puedes leer completo aquí.)
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