viernes, 16 de julio de 2010

Ciudad de México, 30 de octubre de 1810.



“A principios del siglo XIX la Ciudad de México era una metrópoli floreciente y próspera, el centro de la vida política, religiosa, comercial e intelectual del virreinato de la Nueva España. El poder real le había otorgado el derecho de llamarse “ciudad imperial, insigne, leal y nobilísima” y, además, a ostentar los títulos oficiales de “Capital, Corte y Cabeza” de Nueva España. En los documentos oficiales y en la propaganda pública se le daba otro título que no fuera el de “esta Nobilísima Ciudad” (1)



Es Carlos María de Bustamante quien nos da la mejor idea de lo que estaba sucediendo en la ciudad de México a donde ya se sabía de la presencia Insurgente a pocas leguas en las colinas de Cuajimalpa, nos describe del terror, del pavor que por parte de los españoles avecindados en la ciudad de México estaban sintiendo, de sus ires y venires para salvar sus tesoros.




“Veíase la agitación en la tarde del 30 pintada en todos los semblantes; el rico ocultaba sus talegas donde sólo Dios y él supiesen de su existencia, los monasterios eran el depósito de las mayores preciosidades, oíanse coches que entre las tinieblas de la noche trasladaban arrastrándose pesadamente cuantiosas sumas a la Inquisición y conventos de frailes, las viejas chillaban, las monjas multiplicaban sus prácticas religiosas, los gachupines bramaban de cólera, y no cesaban de probar sus armas para cuando llegase el instante de la defensa.



Veíanse trasladar de una casa a otra los colchones y muebles de las familias, y se creían seguras transportándose de un lugar a otro, aunque se quedaban en la misma ciudad, y como si en el caso de un saqueo general pudieran escaparse de la rapacidad de una soldadesca desenfrenada; así se tenían por seguros los primeros indios de la isla de Santo Domingo de la rapacidad de los soldados de Colón, cerrando (como dice Muñoz) las puertas de su bohíos con unas débiles cañas. En cierto monasterio de frailes europeos, toda la comunidad estaba armada con puñales para que, llegado el momento de la invasión, cada uno saliese llevando uno en una mano y en la otra un crucifijo.



¡Excelente maridaje, vive Dios! ¡El Señor de la paz y el instrumento de la muerte y del odio! ¡Pero de qué intentonas no son capaces los ilusos y posesos cuando quieren hermanar en un mismo altar a Dios y a Belial!



Distribuyéronse en varias azoteas de conventos grandes pedruscos para que las mismas monjas los dejasen caer sobre las tropas insurgentes al tiempo de pasar por ellos; tales fueron las maquinaciones de una iniquidad vestida con los arreos de una religión de amor que detesta la violencia. ¡Cuántas artimañas para mantenernos esclavos! ¡Cuántos subterfugios ruines para ligarnos por medio de la religión al carro de la tiranía! Al siguiente día se dió en espectáculo de irrisión al coronel Trujillo: al llegar al campamento de México pidió un tambor, y con cincuenta y un soldados, resto único de toda la fuerza que sacó de esta capital, entró por sus calles montado en un mal caballo y vestido con un ridículo traje, que por ser entonces casi desconocido en esta ciudad, muy bien merecía este nombre. Entró (según él decía) triunfante, y no echando bendiciones angélicas por la boca, sino ajos, rayos y anatemas”. (2)



Fuentes:


1.- Lozano Armendarez, Teresa. Vagos, ociosos y malentretenidos en la capital novohispana. Proceso. Bi-centenario, número 16. México, 2010


2.- Bustamante, Carlos María. Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana. Carta Cuarta. Biblioteca Virtual Antorcha.

http://www.antorcha.net/




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