viernes, 2 de julio de 2010

Hacienda La Jordana, municipio de El Oro, Estado de México. Cabeza número 43

Antes de llegar a la Hacienda de La Jordana, el contingente hizo una escala en Bassoco pues salieron temprano de Tepetongo, luego de subir y bajar al valle de Temascalcingo y de allí continuar a Tultenango, la jornada era ya extrema. Se sabe que en La Jordana había unos mejores servicios, quizá el cura Hidalgo y sus más allegados se hospedaron allí. La tropa, 80 mil almas, pasarían la noche al cobijo del estrellado cielo de esta planicie que es ya alta, por consecuencia, fría.


Dar alojamiento a 80 mil personas es tarea no solo difícil, sin inconcebible, darles de comer a ese número aún más. Seguramente todo ese contingente de mujeres que acompañaban a la topa y cuya función era preparar los alimentos no se dieron abasto ni esa ni ninguna de las otras noches. La tropa venía del Bajío, lugar en donde el clima es más benigno, ahora las noches eran frías, ya era octubre, las noches eran, insisto, frías.


Seguramente se cazaron todas las aves posibles, todas aquellas que cruzaban por su camino. Seguramente todos aquellos animales comestibles también fueron presa de la cacería que por supervivencia se hacía. Seguramente se parió en el camino, en las peores condiciones que un parto se pueda dar, pero, al final de cuentas, se estaba pariendo a la patria, y eso no es cosa placentera.


El clima no era lo que actualmente conocemos, las comunicaciones no eran lo que actualmente conocemos, los niveles de comodidad, simplemente no existían, era la vida ruda. Era el día a día difícil de llevar, especialmente si consideramos un ejército, un contingente que inundaba los valles que, normalmente estaban vacíos y ahora se llenaban de gente, de gente que gritaba, que saqueaba, que tenía hambre, no tanto de libertad, sino de hambre en el estricto sentido de la palabra. Esa fue la forja de nuestra Independencia.


Con seguridad dentro de la tropa que cruzaba los valles del actual Estado de México iban docenas de jóvenes. Jóvenes que dentro de sus pocos años de vida lo que tenían dentro era precisamente eso: vida. Jóvenes que ansiaban un futuro sano y congruente, que lo único que ansiaban era la felicidad, que no querían ser más esclavos de los intereses de otros, sino vivir la vida para uno mismo y no ofrendársela a los demás.


Jóvenes cuya ilusión no se iba solamente a sobrevivir el día, sino que ansiaban un futuro. Jóvenes que en lugar de quedarse tranquilamente en sus casas prefrieron agarrar piedras, y pensando que esta era la mejor de las armas, con ellas cruzaron desde el Bajío hasta Toluca con la sola intención de por un momento sentirse libres, de por un momento poder gritar en contra de aquellos que siempre los habían ahogado, aun antes de nacer, ya los tenían sometidos y ahogados, era el momento de gritar, de salir, de aventurarse a que si la muerte los sorprendía en el camino, era exactamente lo que en sus tristes vidas podían esperar: la muerte en el camino.


Me estoy imaginando las docenas y docenas de hogueras encendidas en el lomerío de estas tierras, entre los pinos, en esos bosques que de seguro eran abundantes en 1810. Me imagino a los grupos de indios hambrientos, en harapos, con su saco de pierdas, que era su única arma, pero que dentro, en el espacio que se ubica precisamente ente el corazón y el alma, había una idea, una idea que los iluminaba y que los mantenía vivos, una idea que se llama libertad y que estaban ansiosos de experimentarla luego de trescientos años de no sentirla, estaban a tan solo pocas leguas de la Capital, donde se concentraba el poder. Y la noche fría de octubre los hacía temblar, solo que, cuando se ha tenido hambre, el frío es lo de menos.


Y, agotados por la caminata, por el hambre, caían rendidos. Serían unas pocas horas de descanso. Acostumbrados a largas jornadas de duro trabajo, un día más sin comer era lo de menos, una ilusión alimentaba el alma y, por consecuencia, el cuerpo. Al alba, a la hora prima, antes de las seis, estaban ya todos listos para continuar, la marcha indicaba que era al oriente a donde el contingente se dirigía, se levantaban uno a uno los estandartes con la imagen de la patrona, de Nuestra Patrona, de la Santísima Virgen de Guadalupe, capitana, junto a Hidalgo, del Ejército Insurgente.


Mientras que en La Jordana, el pavor consumía al administrador, el dueño, seguramente se encontraba placidamente en su casa de la ciudad de México, seguramente durmió tranquilo en su otra Hacienda, la de Los Morales, mientras que aquí, en La Jordana, su trigo no daba abasto para dar de comer a 80 mil almas, a 80 mil personas que, siguiendo el ideal de don Miguel, se precipitaban a la capital, con la única intención de ver la vida desde un ángulo más amable.


Fuentes:


Aunque no citadas, para tener mayor información sobre la hacienda de La Jordana:


· Artis, Gloria. Regatones y maquileros: el mercado del trigo en la ciudad de México en el siglo XVIII. Ediciones de la Casa Chata. México, 1986.


· Hale Hairdy, Robert William. Travels in the interior of Mexico. 1829. Selección de Margo Galantz en su libro Viajes en México, crónicas extranjeras. Tomo I. FCE. México, 1982.


Estos libros están disponibles en forma virtual aquí en la red.



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