Esta es la última parte de la carta (la Séptima, fechada el 12 de noviembre de 1824 en Guanajuato) que el viajero y explorador Giacomo Constantino Beltrami envía a la condesa, su amiga. Esta vez da cuenta de lo ocurrido en la ejecución y días posteriores de la muerte de Andrés Delgado, "el Giro":
Mina para engañar al enemigo dispersa su tropa, y se refugia á Jaujilla, un fuerte en que se sentaba otro simulacro de congreso que el padre Torres había creado para cubrir con una egida de legalidad su despotismo y sus atrocidades. Allí renueva ante el congreso su proyecto de sorprender á Guanajuato. Después de alguna oposición, logra obtener cincuenta hombres que le ayuden en esta empresa: los envía á un punto de cita, dando al mismo tiempo sus disposiciones para reunir en ese punto la fuerza toda que acababa de dispersar; pero la empresa se malogró.
De nuevo dispersa sus tropas, y seguido de una pequeña escolta, toma el camino de la cordillera dé Santa Rosa al Norte de Guanajuato. Era un domingo: se detiene para oír misa en una capilla, de campo en que solo los días festivos celebraba misa un sacerdote de Silao. Este ministro de paz y de caridad cristiana, solicita volver á Silao, y da al coronel Orrantia la dirección, que Mina había tomado sobre la cordillera. Orrantia no duda que pueda haberse dirigido á casa de su amigo Herrera, al Venadito: sin pérdida de tiempo combina sus movimientos de tal manera, que nadie pueda prevenir de ellos á Mina: llega en la noche, hace rodear con su tropa á todo el rancho á distancias bien calculadas.
Mina no ve el peligro sino hasta el instante en que ya no es tiempo de combatirlo ni de evitarlo. La casa que ocupaba y que está actualmente bien destruida, tiene por detrás una gran barranca que baja á un torrente. A este ataque imprevisto, permanece como aturdido por un instante: finalmente, impelido por Herrera y su hermana, se precipita al torrente por la barranca con la esperanza de salvarse á través del bosque espeso que adornan sus orillas y la montaña; pero la tropa de Orrantia recorría ya todo el lecho del torrente y se extendía por todas partes: un dragón corre sobre él y lo amenaza con una pistola. Mina había quebrado su sable en la bajada de la barranca, no le quedaba medio alguno de resistencia: le dijo tranquilamente; Párate! yo soy Mina, condúceme ante tu comandante. Orrantia tuvo la cobardía que Mina lo reprochó con valor, de maltratarlo y de darle de plano con el sable. De toda la escolta de Mina y de sus oficiales, algunos se salvaron en la montaña, los demás fueron asesinados. A D. Pedro Moreno, el comandante del Sombrero que se encontraba allí por casualidad, le cortaron la cabeza y la expusieron á mil insultos en presencia del mismo Mina.
Este desde que llegó á México, jamás se había abandonado durante la noche á un imprudente descanso; esta fue la primera vez que lo hizo: y aún se había desnudado. El mismo D. Mariano Herrera salía de su rancho ó de su hacienda, para ir á buscar su lecho á la montaña ó á los bosques, cambiaba no solo de lugar, sino de dirección, y se acompañaba solamente de un fiel criado. Esta noche se entregó también á los encantos de una amistad llena de atractivos, y de una seguridad engañadora. Ved, condesa, la fatalidad!
En vano procura, el hombre escapar de su destino, y in qua hora non putatis mors venid. D. Mariano fue también preso, y no se sustrajo de la muerte, sino por la conducta heroica y resuelta de su hermana. Habíasele atado con cordeles lo mismo que á Mina: la heroína le da furtivamente un puñal para que los cortase en el camino; pero según parece, Mina, resignado á su suerte y desesperando en lo de adelante de la salud de la independencia encargada á hombres como Torres, no quiso servirse de esta arma. Fueron conducidos á Silao y después á Irapuato: de allí condujeron á Mina al cuartel general de Liñán, delante del fuerte de los Remedios. Apodaca habría querido llevarlo á México para que su muerte se verificase con mayor solemnidad, ó para arrancarle sus secretos; pero temiendo las consecuencias del interés que toda el mundo manifestaba en favor de este joven héroe, mandó á Liñán que lo fusilase en el mismo lugar. Fue fusilado en efecto, al frente del fuerte a principios de Noviembre de 1817.
Recordáis que desembarcó, en esta tierra fatal el día 15 de Mayo. Su carrera no fue larga pero será eterna en los fastos de la historia, porque llenó este corto período de su VIAJE sucesos extraordinarios y gloriosas hazañas. Rodeado de toda especie de contrariedades, de obstáculos, de fatigas, de peligros, objeto del más bajo celo y de la más monstruosa perfidia; al frente de un enemigo más poderoso en hombres, en armas, intrigas y crueldades, su conducta fue constantemente generosa, cualquiera que haya sido el objeto primitivo de su expedición á México. A este fin se ha procurado hacer creer que se dirigían sus ardientes deseos de apoderarse de las minas de Guanajuato, á pesar de la oposición de Torres, del congreso y de otros jefes mexicanos. Pero yo creo que era dirigido por la influencia americana que combatía aún en sus filas para, seguir más de cerca al ídolo codiciado; esta misma influencia fue la causa del incendio de todas las máquinas y edificios de la célebre mina de Valenciana, por despecho de haber fracasado el proyecto de la toma de Guanajuato. Yo sé á no dudarlo, que Mina se indignó por esto.
Así pereció el héroe de la Navarra á la edad de 28 ó 29 años; pero murió como, había vivido, con valor y sin comprometer a nadie por confesiones cobardes; pereció á los golpes de aquella tiranía que había tenido á honor defender por sí mismo contra un hombre que se calificaba de usurpador, y que actualmente es admirado de todo el mundo como el gran genio de los siglos. De esta manera por una misa, perdió la vida Mina, como Jacobo II de Inglaterra perdió tres reinos. El gobierno español quiso celebrar el lugar donde Mina fue aprendido: nombró al virrey Apodaca conde del Venadito, acordó condecoraciones que se llaman de honor á Liñán y á Orrantia, y dio un grado y una pensión al dragón que lo había arrestado. Este dragón, por uno de aquellos caprichos de la volubilidad humana, es hoy uno de los más fieles servidores del Venadito, una especie de mayordomo que cuida del campo. D. Mariana hace de él mucho aprecio. Es cierto que en la prisión de Mina se manifestó este hombre tan noble y valiente, como Orrantia cobarde y despreciable.
Aquí no puedo abstenerme de hacer un reproche á mis favoritos Victoria y Guerrero. ¿Cuando llegaba Mina al Bajío, no supieron ellos combinar un plan para reunírsele? Con esto se habría decidido la suerte de los realistas y de la tiranía europea en México. Mas, repitámoslo, ¿si ellos eran tan celosos de los mismos mexicanos, cómo esperar que no concibiesen el mismo celo hacia un extranjero y español? Yo creo que la historia no les perdonará esta falta á la verdad enorme.
El fuerte de los Remedios cayó en manos del enemigo, poco tiempo después de la muerte de Mina. Loa horrores cometidos en la toma del Sombrero, no son sino una imagen pálida de los que señalaron la caída de los Remedios. Los infelices que estaban en el hospital, fueron quemados vivos ó sepultados bajo las ruinas del incendio: loa que tuvieron las fuerzas necesarias para intentar salvarse, fueron clavados con las bayonetas como si fuesen ranas: en fin, á los más horrorosos gritos, accedió en menos de una hora el silencio de los sepulcros. La guarnición había intentado una salida nocturna bajando á una barranca que rodeaba parte del fuerte: los que rodeados por todas partes no pudieron escapar á favor de las tinieblas, fueron asesinados.
Las mujeres á quienes sé perdonó la vida, fueron rapadas unas y puestas en libertad, y otras condenadas á las prisiones de Irapuato, Silao, &c. Ya conoceréis, condesa, que él padre Torres buscó su salud en la huida: los señores de su clase si bien no son valientes en el cómbate, son al menos diestros en evadirse. No creáis por esto que el fuerte se rindió sin resistencia: la opuso y muy obstinada por cuatro meses contra un enemigo muy superior en fuerzas, y no menos formidable por sus medios de sitiar qué por su furor. Los compañeros de Mina dieron allí el ejemplo de vigilancia, de resolución y dé valor; y si se exceptúa Torres y sus paniaguados, los mexicanos desplegaron igualmente la más noble intrepidez. Liñán selló el cuadro horroroso de esta catástrofe con la destrucción del fuerte, operación ordenada á los mismos prisioneros: y cuándo la concluyeron los hizo fusilar á todos.
Para destruir del todo la causa de la independencia en el Norte, como lo había sido en el Sur, no faltaba más que la rendición del fuerte de Jaujilla, en donde tenía su residencia él congreso, que todavía quería dominar el padre Torres, desde las montañas del Bajío en donde vagaba fugitivo después dé la toma de los Remedios, y siempre como tirano horroroso. La empresa se encargó á D. Matías Martin y Aguirre. Este español se distinguió en el sitio por su valor y en la toma por su generosidad, para vergüenza dé Liñán y de tantos otros monstruos que le habían dado el ejemplo de las más negras atrocidades. El cobarde comandante del fuerte que no había podido sostenerlo por tres meses, sino por las disposiciones sabias, inteligentes é intrépidas de dos oficiales de Mina, Lawrence Chustie y James Devers, de los Estados-Unidos, ofreció á D. Matías entregar la fortaleza, y á estos dos oficiales con la condición de que le garantizaría su persona y sus riquezas. Tal proposición no podía dejar de ser admitida: aceptándola D. Matías trató con los más nobles miramientos á estos dos oficiales, y sin faltar á las condiciones convenidas, reprochó á este infame comandante López de Lara, con una virtuosa indignación su cobardía y su perfidia. Ya veis, condesa, que cuando el azar me presenta un buen español, me apresuro también á recomendarlo á vuestra admiración.
No existía ya de la revolución sino el débil congreso, que habiéndose retirado de Jaujilla antes del sitio, andaba errante en las tierras calientes de Valladolid, y sus esperanzas todas de salud se circunscribían á la actividad y valor de un cierto indio llamado el Giro, que aunque sin conocimientos adquiridos, y joven de veintiséis años, se había mostrado mil veces uno de los más terribles campeones de la independencia.
Torres continuaba con un furor cada día más loco su horrible despotismo. El congreso de acuerdo con el Giro, comandante de la escasa caballería, patriota que se distinguía todavía en el distrito del Valle de Santiago, decreta, su destitución y nombra en su lugar, comandante general de la provincia, al coronel Arago, uno de los oficiales de Mina que habían podido escapar del suceso del Venadito, hermano del célebre astrónomo francés, cuya fama corre por toda la Europa. Torres conspira, se insurrecciona; pero el Giro, lo ataca y lo hace huir. Este monstruo, perseguido por el desprecio y la indignación de los patriotas, no menos que por el aborrecimiento y la venganza de los realistas, fue á concluir su infame vida bajo el hierro de un patriota, á quien había engañado en el juego, y precisamente cerca del lugar en donde su horrible perfidia había por fin conducido á Mina á las manos del enemigo.
Sin embargo, ¿qué podía hacer el coronel Arago en esta terrible anarquía, en medio de aquellos patriotas envidiosos, y á cada paso cortado por el enemigo? ¿Qué podía hacer, cuando un Liceaga uno de los más firmes defensores de la independencia caía bajo los golpes del hierro asesino de los emisarios de un Borja, pretendido patriota, que según se dice le pagaba de esta manera cierta suma, que le debía, librándose al mismo tiempo de un rígido sensor de sus actos arbitrarios? Su más grande sostén, el Giro había sido preso y fusilado: un Huerta celoso de Guerrero y del coronel Bradburn conspiraba, y los abandonaba á la rabia y á las fuerzas superiores del enemigo. ¿Qué podría hacer, repito, un comandante no menos extraño á México, que á las costumbres de sus habitantes, aislado en medio de un enemigo potente y de un pueblo celoso, propenso á las sospechas é ignorante al mismo tiempo? Nada, condesa: de manera que aquí podemos echar el telón al cuarto acto de la tragedia de la revolución mexicana.
El quinto comenzó con el GRITO DE IGUALA, y concluyó con la muerte de Iturbide. Quizá tendremos ocasión de hablar de esto en otra parte con algún detenimiento. Habéis visto que Mina partió de Soto la Marina con cerca de trescientos hombres, oficiales y soldados: asegúraseme que media docena apenas ha escapado de esta catástrofe dolorosa.
Conozco, condesa, que encontráis un gran vacío en esta pequeña relación histórica, sobre una circunstancia cuyo desenlace interesa más á vuestro corazón que á vuestra curiosidad: voy á llenarlo. Os dije que al llegar al Venadito había encontrado al dueño de la hacienda de la Tlachiquera: vuestra agitación sobre la suerte de este distinguido patriota, de este amigo generoso, debe haberse calmado ya: sí, condesa, D. Mariano Herrera está sano y salvo. ¿Pero cómo ha podido escapar de la sanguinaria sed de estos caníbales? Tengo tanta mayor complacencia en referíroslo, cuanto que esta circunstancia derrama un nuevo lustre sobre los sentimientos magnánimos de aquel sexo de que sois un tan noble adorno, y yo uno de los más constantes admiradores.
A los procedimientos, á los rasgos heroicos de su hermana, debió Herrera su vuelta á la existencia; digo su vuelta, porque su vida estaba ya al borde de la tumba. Monta á caballo, se adelanta á la escolta matadora de su hermano, se presenta á Liñán: le habla un lenguaje romano, que realzando su dignidad y su sexo, envilece al tirano, que no puede rehusarle la gracia de suspender por algunos días su furor homicida., Tan abundante de sagacidad y previsión, como lo era de sublimes sentimientos, vuela en seguida á las prisiones de Irapuato, consuela, reanima á su hermano, y le sugiere la idea de representar el papel de. loco. Las circunstancias auxiliaban á la verosimilidad del papel; lo representa maravillosamente: quizá estaba en efecto loco cuando creía fingirlo tan solo. Se dirige después á México trasportada en las alas de su afecto fraternal, y se presenta al virrey. Este hombre con las amables disposiciones de su alma, habría sido bueno si no hubiese sido el ministro de una nación tiránica: conmovido al aspecto de esta heroína, ordena que si D Mariano estaba en efecto trastornado, se suspendiese la sentencia de muerte.
Sin embargo, sus verdugos quieren gozar de la apariencia del espectáculo homicida, y á excepción de la formalidad fatal, todas las demás fueron plenamente ejecutadas. ¡Lo creeréis, condesa; á un refinamiento de crueldad más bien que á la clemencia, es á lo que debe la vida! ¿Sabéis por qué Liñán obedeció la orden del virrey que habría despreciado en cualquier otro caso? Él mismo lo ha dicho que él no tenía la más leve satisfacción en hacer morir á un hombre, que en el estado en que se encontraba, ningún sentimiento tenía en perdonar la vida, y que no podría dejar muy grandes sentimientos á sus amigos y parientes que le sobreviviesen. Juzgad por este simple razonamiento qué clase de alma se abrigaría en este monstruo.
D. Mariano fue retenido por largo tiempo todavía en las prisiones, en donde su hermana jamás lo abandonó: al fin obtuvo que se le ampliasen estas bajo el pretexto de que su cabeza podía no menos que empeorarse; pero no se le permitió llevarlo á la Tlachiquera, sino dando todas las seguridades que se le exigieron. Debía devolver al gobierno á su hermano, si su locura se curaba. Esta condición es una llueva prueba de la sagacidad feroz de Liñán.
D Mariano permaneció siempre loco como podéis creerlo, hasta que el grito de Iguala vino á proporcionarle un lúcido intervalo, que gracias al cielo dura todavía con la independencia, y que como ella jamás cesará según espero.
Un poco de chanzas sirve algunas veces para distraernos de los gemidos, que recuerdos horrorosos nos ocasionan; me permito por lo mismo, en tono de chanza observar á D. Mariano, que yo estaba tentado de creer que él no estaba verdaderamente loco, y que se vi á en el caso de recurrir á la ficción. Él mismo estuvo tentado de creerlo cuando yo recapitulaba sus desdichas: la 'hacienda y todos los ranchos quemados y devastados, treinta ó cuarenta mil cabezas de ganado menor muertas ó robadas, los campos y las presas de agua destruidas, parientes y amigos asesinados, muchos años de peligros y vejaciones de toda especie, retiradas forzadas á los bosques, el espíritu siempre agitado, el corazón afligido con mil heridas, la prisión y medidas que ponen nuestra existencia á dos dedos de la eternidad, un amigo sacrificado.... qué cosa más á propósito que estas calamidades para desarreglar realmente la cabeza más bien organizada?
El me hizo el honor de darme una carta de recomendación para México, en donde su hermana reside actualmente. Pasé un día muy agradable en compañía de este digno y galante hombre: contrajimos una sincera amistad, y para mejor afianzarla nos cambiamos nuestros caballos: le di yo el mío que estaba llagado de los lomos, por el suyo que era cojo.
Eran estos dos desgraciados que cambiaban sus miserias. Eran dos buenos corazones representados por dos pellejas. Su hacienda comienza á levantarse un poco por el concurso de los rancheros que lo aman y lo estiman y vienen á poner de nuevo ó á fundar sus establecimientos: de una de las más florecientes y de las más ricas de esta fértil provincia, se había convertido en un desierto de más de cien millas de perímetro.
Sus ruinas indican todavía que sus edificios igualaban por su belleza y su estructura á la presa de agua que yo os he manifestado. Abraza la cima de la Sierra-Madre, que corre aquí por la medianía del continente mexicano, y le separa casi á igual distancia del Atlántico y del Pacífico.
De allí bajé al llano de Silao al Oeste de la hacienda: porque el camino del Sur por la montaña, está puesto á través de colinas y de abismos. Un día después llegué á esta ciudad digna de una alta y rica fama.
Después de un pequeño reposo físico y moral, iremos á saltar un poco sobre estas montañas, y á bajar á sus minas para examinarlas con los mineros antiguos y modernos: españoles é ingleses, y las reconoceremos en su aspecto comercial y político.
Fuente:
Beltrami, Giacomo Constantino. México, obra escrita en francés. Tomo II. Imprenta de Francisco Frías, Querétaro, 1853, pp. 156-293