Había transcurrido poco más de un mes desde el Grito de Dolores cuando se formaliza el Ejército Insurgente, los hechos se dan en Acámbaro; dentro de la formación se incluyó el diseño de uniformes, cosa que me sorprende al ver que al ya Generalísimo Hidalgo se le había confeccionado un uniforme. La descripción de las divisas las hace Diego García Conde quien fue testigo de los hechos pues pocos días antes había sido hecho prisionero junto con Merino y Diego Rul. Ya liberado, en Guanajuato envía un informe al virrey Venegas el 12 de diciembre de 1810, el cual dice:
“Luego conocimos que el ejército marchaba al día siguiente y que nos dejaba allí [en Acámbaro] para salir con él, sin embargo de haber pedido lo contrario, para podernos curar de las heridas, pero no se nos concedió.
Volvimos a Acámbaro haciendo mansión en los pueblos de Indaparapeo y Zinapécuaro, y allí se hizo la gran promoción nombrando al cura de generalísimo; a Allende de capitán general; al padre Balleza, a Jiménez, a Arias y a Aldama de tenientes generales de campo, con cuyo motivo hubo misa de gracias y Te Deum con repiques y salvas, y después se pasó una revista al ejército, reducida a formar regimientos de a 1 000 hombres de a pie y de a caballo, y pasaban de 80 000.
Los nuevamente ascendidos se pusieron sus uniformes y divisas, siendo el de Hidalgo un vestido azul con collarín, vuelta y solapa encarnada, con un bordado de labor muy menuda de plata y oro, un tahalí negro también bordado, y todos los cabos dorados, con una imagen grande de Nuestra Señora de Guadalupe de oro, colgada en el pecho.
El de Allende, como capitán general, era una chaqueta de paño azul con collarín, vuelta y solapa encarnada, galón de plata en todas las costuras, y un cordón en cada hombro que dando vuelta en círculo, se juntaban por debajo del brazo en un botón y borla colgando hasta medio muslo: los tenientes generales con el mismo uniforme, solo llevaban un cordón a la derecha y los mariscales de campos a la izquierda.
Los brigadieres, a más de los tres galones de coronel, un bordado muy angostito; y todos los demás la misma divisa de nuestro uso.
A todo el que presentaba mil hombres, lo hacían coronel y tenía tres pesos diarios: igual sueldo disfrutaban el capitán de caballería: el soldado de a caballo un peso diario, y cuatro reales el indio de a pie: los generales y mariscales de campo me decían que no tenían sueldo alguno, y que antes bien habían gastado todos sus intereses; pero lo cierto es que triunfaban y gastaban cuanto querían, como que en los saqueos cogían anticipadamente lo mejor.
Salimos el día inmediato para Maravatío, y de allí para la hacienda de Tepetongo, y a poco de haber salido de esta población hubo una alarma, diciendo que los gachupines se iban apareciendo en la loma inmediata, con cuyo motivo se hizo avanzar el ejército, que según el desorden en que marchaba siempre, y la gran cola que hacía, esta operación era de muchas horas, pues los indios iban cargando a sus hijos, carneros y cuartos de res, y es de advertir que de los saqueos que hacían, se llevaban las puertas, mesas, sillas, y hasta las vigas sobre sus hombros.
Se llegó a nosotros el general Balleza y nos hizo atar a los cuatro que íbamos en el coche, a pesar de que los dragones de escolta se resistieron a hacerlo, y hasta lloraron al tiempo de ejecutarlo.
El motivo de este trastorno no fue otro, que dos europeos escapados de una hacienda que vieron correr, los que ya cogidos se apaciguó el alboroto y nos desataron.
Después hicimos las jornadas a la hacienda de La Jordana, Ixtlahuaca y Toluca sin novedad particular, más de la corriente de los insultos y gritería continua de la indiada.
A la salida de esta ciudad, donde nos quedamos con el padre Balleza, después de haber marchado el ejército empezó la plebe a saquear la casa de un europeo, la que atacada por su guardia fue acosada y encerrada en el cementerio de la parroquia, desde donde el citado Balleza empezó a predicar contra los gachupines diciéndoles que no habían hecho más que quitarles el pan de las manos; pero pronto serían los indios dueños de todo; que ellos no trabajaban ni se exponían con otras ideas; pero que no por eso debían saquear las fincas ni las casas, cuyos productos se repartirán después con igualdad; que Nuestra Señora de Guadalupe era la protectora de su causa, y que ya que la había comenzado felizmente, con la misma felicidad la concluiría: les tiraba puñados de medios de cuando en cuando, alternándolos con las voces de mueran los gachupines, de suerte que juntó multitud de plebe, y se marchó con su guardia dejándonos a su discreción , pues solo teníamos una corta compañía de escolta repartida en dos coches, muy distantes uno del otro, y amenazados por los insultos y gritería de ser despedazados.
Allí me tomaron los indios de su cuenta, empeñados en que yo era el general Calleja, y así se me amontonaban, diciéndose unos a otros: mira al descolorido y descalabrado, es el bribón de Calleja; ¡ah perro! Ahora no te has de escapar, y otras insolencias mucho mayores, que obligaron a la guardia a desengañarlos de que yo no era el que pensaban.
Documento Nu,. 19, Lib. 2, Cap. 3, fol. 296 en los anexos de Lucas Alamán, Historia de Méjico, Tomo I, Segunda Edición, Editorial Jus, México, 1968. pp. 375-390