El maestro
Silvio Zavala nos hace ver con claridad en apenas pocas cuartillas, cual era el estado que guardaba la Nueva España poco antes de comenzar el movimiento de insurrección, al ver la parte económica, industrial y comercial, no podemos más que sorprendernos, razón por la cual comparto el texto. Aclaro que las imágenes corresponden a otra fuente, la de
Lorenzo Zavala, también yucateco, quizá sean parientes.
El clero poseía en Nueva España fuertes capitales impuestos sobre propiedades rústicas. No era acreedor exigente: asegurado el dinero mediante hipotecas, aguardaba pacientemente el hundimiento total del propietario o su restablecimiento económico. La iglesia se había convertido, de este modo, en la fuente principal del crédito agrícola. El Estado español se encontraba en grave situación hacendaria y calculó que podría obtener del capital eclesiástico americano 44 millones de pesos. El decreto de 26 de diciembre de 1804 ordenó el establecimiento de cajas de consolidación y la venta de las fincas de crédito vencido. Los valores se depreciaron y surgieron protestas de los labradores y comerciantes de Valladolid en Michoacán y del tribunal de minería. El virrey Iturrigaray ejecuto la ley y sus sucesores la suspendieron por decreto de 26 de octubre de 1808.
La agricultura mexicana producía azúcar en ingenios trabajados en mayoría por hombres libres, a diferencia de la economía esclavista de las Antillas. En 1803 la explotación fue de 500 mil arrobas. La cochinilla constituía otro cultivo afortunado: por el puerto de Veracruz se enviaba anualmente a Europa cerca de 50 mil arrobas, que valían más de tres millones de pesos. Los cereales, raíces nutritivas y el maguey, eran otros ramos atendidos. Con el trigo y el maíz la producción anual, de acuerdo a los promedios de los diezmos, ascendía a 22 o 24 millones de pesos. Según veremos más después, la porción exportada no era el factor principal de la balanza comercial. El régimen español no había distribuido las tierras convenientemente; en la revolución de independencia y en las subsecuentes de México los campesinos participaron con entusiasmo.
En la minería descansaba la capacidad de compra de la Nueva España y era la fuente principal de los impuestos. Producía anualmente 23 millones de pesos. La circulación del numerario en la Colonia se calculaba en 55 millones. De Almadén y de Idrija se importaban hasta 16 mil quintales de azogue para beneficiar la plata. Las guerras de la metrópoli entorpecían el abastecimiento de este ingrediente y desequilibraban la producción minera. El reparto del azogue constituía un medio de enriquecimiento y de favoritismo para los virreyes. La famosa mina de la Valenciana en Guanajuato empleaba tres mil obreros. En treinta mil se calculaban los trabajadores mineros de todo el país, dos tercios por ciento de la población total; la zona de Guanajuato, foco principal de la revolución de Hidalgo, producía diariamente 11 370 quintales de plata y empleaba 14 618 mulas. Debe tenerse en cuenta que la Colonia importaba mercancías de Europa por valor de veinte millones de pesos y solo exportaba productos por valor de seis; el déficit de 14 millones y los que anualmente se enviaban fuera de la colonia, según veremos detalladamente al hablar de la hacienda pública, se compensaban con la producción metálica. Esta fundaba el convencimiento europeo acerca de la riqueza de México.
La industria era de menor importancia. En Querétaro funcionaban veinte obrajes y trescientos telares, que consumían 46 000 arrobas de lana y producían 6 000 piezas de paño, valuadas en 600 000 pesos. En la misma ciudad se empleaban 200 000 libras de algodón. A juicio de un observador inteligente de la época, el atraso de los telares mexicanos dependía de la falta de máquinas sencillas para despepitar el algodón y del lamentable estado de los operarios, encerrados en “unas inmundas cárceles tan contrarias a la saludo, como a la perfección del tejido y de los colores”. En Puebla había 1 200 tejedores; los productos valían cerca de millón y medio de pesos. En la Intendencia de Guadalajara se fabricaban telas de algodón y lana por una cantidad semejante. Los géneros eran bastos. El rendimiento total de la industria mexicana se calculaba en siete u ocho millones de pesos.
Los artículos de exportación comercial se reducían a: plata, oro, grana, añil, harina, cueros, azúcar y vainilla; los de importación a: vino, papel, canela, azafrán, hierro, acero y ropas. Los efectos introducidos de España valían 11 539 219 pesos y del extranjero 8 851 640. En 1802 llegaron a Veracruz 558 buques. El comercio de Acapulco, principal puerto del Pacífico, se elevaba a millón y medio de pesos. El sistema comercial del monopolio se hallaba debilitado por las concesiones legales de los Borbones y por el contrabando. De acuerdo con la Real orden de 18 de noviembre de 1797, que autorizó la introducción de efectos de propiedad española bajo pabellón neutral, frecuentaron Veracruz muchos barcos procedentes de Jamaica. Durante el gobierno de Iturrigaray se negociaron permisos para comerciar con Nueva Orleáns. Él, a su vez, introdujo fraudulentamente 170 bultos de mercancías, que le produjeron 119 125 pesos y al fisco un desfalco de 9 530 pesos.
La libertad de comercio fue defendida por los diputados criollos en las Cortes españolas. Larrazábal decía: “Hasta ahora, señor, hemos vivido los españoles de ultramar en la opresión de no poder comerciar libre y directamente no con nuestros hermanos de Manila ni con los extranjeros… Deben, pues, abolirse todas estas leyes injustas para ultramar, útiles solamente para cuatro particulares.” Inglaterra no era ajena a la política contraria a las restricciones comerciales; Wellesley había ofrecido al gobierno español un empréstito a cambio del comercio libro con ultramar; en junio de 1818 España proponía a las potencias europeas la libertad de comercio si la ayudaban a pacificar América. El 22 de abril de 1811, en la esfera de las concesiones de carácter limitado, obtuvieron los ingleses el derecho de conducir a las colonias sus géneros finos de algodón, durante seis meses, que fueron prorrogados en enero de 1812, septiembre del mismo año y julio del siguiente.
El valor de la recaudación de la Hacienda pública de México era de 20 075 261 pesos: 5 500 000 procedían de impuestos mineros, 3 500 000 del tabaco, 700 000 de la pólvora, 120 000 de naipes, 760 000 del pulque, 260 000 del estanco de la nieve, 45 000 de gallos, 3 000 000 de alcabalas, 1 057 715 de tributos personales de indos y castas, 500 000 de almojarifazgo, 2 700 000 de bulas, 100 000 de media anata y mesada eclesiástica. La recaudación era muy costosa. Los gastos importantes consistían en: situados ultramarinos para otras colonias de economía insuficiente 3 011 664, cobres para fundiciones de España 124 000, más 50 000 para la fábrica de artillería de Gimena, 50 000 para el encargado de negocios de la Corte en las Provincias Unidas, 4 090 688 destinados a gastos de justicia, administración, milicia y pensiones de Nueva España, 1 752 750 para necesidades extraordinarias y 6 899 830 para Europa.
Los principales cargos de la magistratura civil eran ocupados por españoles; sólo en algunos ayuntamientos existía predominio criollo. La conducta poco honrada de los últimos virreyes rebajó la consideración del público. Entre el alto y el bajo clero la división era honda: en la guerra civil los sacerdotes humildes adoptaron el partido de la independencia y los prelados y la inquisición defendieron la causa española.
El ejército se componía de 9 910 hombres de línea; la oficialidad había sido educada en las normas hispanas, especialmente a partir del año 1765, en que Carlos III envió 2 000 individuos de tropa, cuadros de jefes y oficiales, cinco mariscales y un teniente general. Las milicias provinciales ascendían a 21 218 unidades y las urbanas a 1 059. Del total de 32 196 hombres, eran infantes 16 200 y los demás de caballería, considerada excelente. Se destinaban anualmente a la tropa reglada 1 500 000 pesos, 300 000 a las milicias y 1 000 000 a los presidios. La guerra hispano-inglesa de 1804 originó medidas particulares de defensa: Iturrigaray, que gozaba fama de militar experto, visitó Veracruz y formó cantones de tropas en Jalapa, Córdoba y Orizaba. No consideraba defendible el puerto, lo que incomodó mucho a los comerciantes del mismo. Iturrigaray declaró en su causa que la Nueva España era inconquistable por franceses, ingleses y angloamericanos y aun por todos juntos, idea de independencia militar que contribuyó a la emancipación política del país. La oficialidad formada en los cantones desempeñó papel importante en la guerra civil.
Medía Nueva España en 1804, 81 144 leguas cuadradas; su población era de 5 764 700 habitantes, o sea, 71 3/8 por legua cuadrada; en las Provincias Internas, norte del país, la densidad disminuía en relación con la de la meseta productora de cereales; las costas insalubres tampoco competían con ésta. Los europeos no excedían de 80 000; los mestizos, mulatos y castas en general, y menos de 10 000 negros. La desigualdad de las fortunas sorprendía a los viajeros: lujosos carruajes junto a hombres desnudos y hambrientos.
La desunión era general: los españoles del consulado escribían que los criollos eran irreligiosos, hipócritas, dilapidadores, “nación enervada y holgazana”, los indios “tan brutos como al principio”, las castas ”tienen sus mismos vicios”. El criollo Mier equiparaba a los españoles de la Colonia, por sus injurias, con beduinos o malcriados hotentotes y afirmaba que no conocían más letras que las de cambio.
El clero constaba de 9 a 10 000 individuos y con sus criados llegaba a la cifra de 15 000. Humboldt predijo que la población crecería cuando se neutralizaran las epidemias y carestía del maíz, y las ínfimas clases de los habitantes mejoraran en bienes, industria y comodidad.
De los 11 026 habitantes de la capital, 10 760 eran seglares y 816 religiosos y estudiantes. El seminario instruía a 318 alumnos y el Colegio de San Ildefonso a un número igual. Por cada 100 habitantes de la ciudad había 49 criollos, dos españoles, 24 indios, seis mulatos y 19 de otras castas. La tirantez de las costumbres era exagerada: los amores del hijo de Iturrigaray con una cómica, la Chata Munguía, preocuparon a innumerables personas, algunas de rango eclesiástico.
La Gaceta discurría en un tono mediocre. En materia de cultura las instituciones e ideas tradicionales comenzaban a remozarse por influencia del enciclopedismo, especialmente en botánica, mineralogía, bellas artes y otras direcciones que no implicaban perturbación política.
La revolución criolla esbozó un programa destinado a reformar las bases del Estado colonial: democratización de la agricultura, libertad de comercio e industria, supresión de estancos y gravámenes hacendarios, libertad de los esclavos, supresión de tributos personales, acceso de los hijos del país a los altos empleos civiles, eclesiásticos y militares; en resumen, la revolución burguesa en un país señorial, minero, de variadas razas, castas y jerarquías, extenso y pobremente poblado. La abrumadora tarea esperaba a los incipientes parlamentos. El gobierno efectivo de los caudillos comprobaría que la constitución real del país, distaba mucho de la proyectada en los primeros momentos de la vida independiente, y que el programa revolucionario tropezaría con grandes dificultades para su realización. (1)
Fuentes:
1.- Zavala, Silvio. Apuntes de historia nacional, 1808-1974. FCE. México, 1990, pp. 11-15
2.- Zavala, Lorenzo. Ensayo histórico de las revoluciones de México desde 1808 hasta 1830. Edición facsimilar. FCE, México, 1985