martes, 15 de marzo de 2011

Acatita de Baján, municipio de Castaños, Coahuila. Cabeza número 197.

En el Ejido de Acatita de Baján se encuentra, dentro del terreno de la escuela rural, la estela correspondiente a este sitio.


Fue en 1852 cuando, relativamente “frescos” aun los acontecimientos el guanajuatense, de San Miguel ya de Allende, Benito A. Arteaga escribe que “No es posible decir hasta que punto es verdadero el relato que antecede (se refiere a lo escrito por Alamán y que vimos en el artículo anterior), pues como observa juiciosamente el señor Orozco y Berra, hablando de la acción del punto de Cruces en el Diccionario Geográfico Universal; que una de las mayores dificultades que existen para escribir con exactitud las cosas tocantes a la guerra de Independencia, es la falta de documentos que aclaren y corrijan los publicados por el gobierno español en sus periódicos…

Él y solo él decía lo que pasaba, exigía que se le creyera, reconvenía a los incrédulos, y hoy a duras penas se puede indagar en que proporciones están mezclados lo verdadero y lo falso en los partes infinitos de sus comandantes… por tanto, mientras el tiempo puede aclarar un poco más estos sucesos (que lo dudamos) sólo debemos añadir, conformándonos con la tradición, que Indalecio, porque es el mismo de que Herrera habla en su parte, no permaneció indiferente en la resistencia que hizo Allende a Elizondo, pues apenas lo vio con las pistolas en las manos, el también tomó las suyas, y se disponía a salir del coche, cuando recibió un balazo en el corazón, del que murió en el acto, y cayó en los brazos de su padre, quien al tomarlo en ellos, dijo a Jiménez: “Estar era la más preciosa víctima que yo tenía que inmolar en las artes de mi patria. Falta, por último, la de mi vida, de la que ya no hago ningún caso; voy a morir y a consumar de una vez el sacrificio”.

Antes que él, que se detuvo en reclinar el cadáver ensangrentado de su hijo, salió Jiménez del coche, conmovido hasta el extremo a la vista de aquella escena dolorosa. Suplicó, como dice el parte, se suspendiera el fuego, así como a Allende, que no hiciera uso de sus armas por ser tan segura como tan inútil su muerte, y ambos aprovechándose los soldados de la inacción de Allende, fueron hechos prisioneros y atados de manos, lo mismo que los demás jefes al llegarles su turno.

Más quizá, habría valido para don Ignacio Allende haber sido atravesado por mil balas en manos de aquellos infames traidores, que el dejarse amarrar y conservar su vida, pues desde aquel instante se le ultrajó y se le trató con la mayor indignación posible, siendo esto tan más sensible para él, cuanto que todos los que esto hacían eran mexicanos, y ellos, por cuya libertad habría abandonado su familia, sus amigos, su país natal que le era tan querido, sus intereses, y entonces, la suya personal y su propia existencia; pero ya se ve, su alma en aquellos momentos estaba destrozada por la ira que le causara la villanía de sus propios paisanos; por el dolor que le originara su hijo muerto, en la flor de sus años; por la cruel certidumbre que ya no tenía en lo humano recurso alguno para triunfar de sus contrarios; y por el ascendiente que siempre tuvo en su corazón la voz de sus amigos; él debía, pues, envolverse en el manto del César y ponerse, como lo hizo, en manos de su destino terrible.” (1)

Fuente:

1.- Arteaga Benito A. Rasgos biográficos de don Ignacio Allende. Archivo General del Gobierno del Estado de Guanajuato. Guanajuato, 2003.

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